Sobre la democracia y los tres poderes
Más que elucubrar con reiterados argumentos sobre la separación de los tres poderes (ejecutivo, legislativo, judicial) como fundamento de apoyo la democracia, situación archirepetida que encuentra cobijo en todas las Constituciones, pretendemos en este Comentario referirnos brevemente a las razones por las que esa teoría no funciona o, cuanto menos, no funciona como debiera.
Nos parece que la causa fundamental de disfunción de esa sistema tiene un culpable mayor, que es la contaminación total entre las tres funciones, que han convergido en un solo poder, y cuyo efecto absolutamente pernicioso es su autoreproducción.
En las decisiones sustanciales es donde se ve la corrupción de los procedimientos. La selección del ejecutivo tiene muy poco que ver con un procedimiento democrático, habiéndose adueñado de la misma los partidos políticos, cuyo funcionamiento interno está lejos de demostrar la plasmación del espíritu de igualdad de oportunidades y selección de los mejores.
La vinculación de los poderes ejecutivo y legislativo es absoluta, siendo los debates en las Cámaras, no verdaderas discusiones constructivas acerca de lo que conviene legislar (y, desgraciadamente, ya perdido el principio de legislación mínima), sino demostraciones palmarias de las mayorías que han llevado al ejecutivo al poder.
En cuanto a la situación del poder judicial, la independencia ideológica de la mayoría de estos funcionarios limita con la escasez de medios y la abrumadora judicialización de la sociedad, que favorece a los más poderosos económicamente.
Sobrecargados de trabajo, faltos en demasiados casos de preparación -teórica y práctica-, nunca suficientemente bien pagados pero con una consideración de relevancia social altísima, los jueces acumulan decisiones que, según los niveles de la magistratura, parecen oscilar desde la tendencia (de forma consciente o inconsciente) a apoyar preferentemente a los socio-económicamente más solventes o a servir de ejecutores (puede que incluso conscientemente) de las directrices del ejecutivo o del partido dominante en la oposición.
La única forma de salirse de esta espiral contaminada, sería la puesta en cuestión periódica de todos los cargos, de todas las posiciones, de todos los puestos. No se trataría tanto de renovarlos sistemáticamente, sino de revisar, cada cierto tiempo, cómo se están ejecutando las labores asignadas.
¿Quién debería enjuiciar esa labor? He aquí el quid de la cuestión. Suele decirse que los media cumplen esa función, aunque esa afirmación sirve solo para consuelo de incautos, pues la información publicada contiene ya el sesgo del interés de quien la difunde. Este es un cuarto poder tan corrupto o corrompible, o más, que otros.
Por desgracia, tampoco sirve, en una buena parte de los casos, la manida frase de que "el pueblo tiene la última palabra" o de aplicar como norma que "la soberanía reside en el pueblo". La aperentemente noble e inocente posición de "un ciudadano, un voto" conduce a aberrantes decisiones, pues las diferencias culturales, sociales, y, por supuesto, de información pueden también servir de elemento de manipulación, según para qué actuaciones.
Puede ser interesante considerar que, para algunas decisiones en las que se necesita formación, información y objetividad, sería útil detectar una aristocracia intelectual, de cuyos componentes se eligieran por azar, y modificándolos cada año, siempre por el mismo procedimiento, aquellos ciudadanos que se distingan, por sus cualidades sociales y morales, y cuya lista base haya sido confeccionada con un procedimiento transparente y abierto.
Entre las cualidades objetivas de esa élite se podría enumerar el haber cumplido 50 años, estar dispuestos a ejercer su función sin cobrar, tener una trayectoria personal y profesional intachable -no necesariamente en la Academia- y que, por supuesto, no pertenezcan a ningún partido, grupo de presión o de interés.
Ya, ya sabemos que no existen. Todo es una fantasía.
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