Sobre los apolíticos
Definirse políticamente tiene una tradición histórica de riesgo en España. Se ha matado a mucha gente por sus ideas. Se ha marginado, dificultado la existencia del ideológicamente contrario y de sus familias, hasta límites muy altos.
Por supuesto, la filiación política ha tenido importantes premios que no estaban en la relación oficial: en dinero, en prebendas, en oportunidades. Hoy forman un clan, se ocultan vergüenzas, miran para otro lado hasta que la bomba estalla. Dicen que se preocupan por nuestro bienestar, aunque hay demasiadas sospechas de que su objetivo principal es mantener el suyo.
Que mucha gente capaz profesionalmente e intelectualmente bien dotada se autodefinan como apolíticos es una consecuencia combinada del descrédito de determinadas actitudes de una minoría de quienes se dedican a hacer política y de los efectos, por lo general, solo negativos, que acarrea el reconocer que se tienen fobias o filias.
Ni defensor de la economía de mercado, ni comunista, ni agnóstico, ni creyente convencido, ni muy listo, ni bastante tonto. Por supuesto, ni homosexual, ni lesbiana, ni putañero, ni goloso. Sin opinión propia sobre nada trascendente; citar siempre el autor de lo que se cuente, poner distancia con todo.
Y en temas de política, pensar como lo haría cualquier magnate: No importa quien gobierne, porque el mejor será siempre el que esté en el poder. O cada país tiene los líderes que se merece. O el pueblo es sabio y acaba decidiendo bien.
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