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Al Socaire de El blog de Angel Arias

Sobre traición y tradición religiosas

Pocas ciudades, pueblos o villorrios de las dos naciones que han sido, en otro tiempo, baluarte de la religión católica,  a saber, España y Portugal, dejarán de manifestar en Semana Santa la teatralidad de su fe anatañona con un desfile de encapuchados, imágenes, penitentes y fanfarrias.

Llevada la señal de la buena nueva, en plena exaltación tridentina, a Latinoamérica por esforzados exterminadores del paganismo indígena, son también muchas las localidades de Colombia, México, Guatemala, Bolivia, etc., que sacan estos días de paseo a los cucuruchos, tronos, pasos procesionales, baluartes y cornetines, en una muestra de devoción colectiva, que, si aún no ha movido montañas -que se sepa-, arrastra a devotos y curiosos por millones.

En algunos lugares, desde luego, la representación alcanzará niveles que solo la libérrima imaginación popular pudo haber concebido. Ingenuidad, saña, rivalidad, sensualidad y colorido, se entremezclan en un cóctel mágico.

Empalados, crucificados, flagelados, punzados y punzantes, místicos y paganos, iluminados, cantautores, rezadoras y danzarinas, unirán sus cuerpos, a veces ocultos y otras semidesnudos, frecuentemente descalzos, al sobreactuado fervor de quienes asisten, conmovidos hasta la piel de su alma y al borde del lloro incontenible, a esa demostración colectiva de amor por la escenografía medievalera.

Los actores son también, a la postre, espectadores, y, todos al unísono, representarán un guión sin muchas sutilezas que fue escrito originariamente, en una obra colectiva despreciable, por autores mayoritariamente anónimos. Sacerdotes hebreos, colegas envidiosos, sayones romanos, que, si Dios mantiene interés por restablecer el orden universal en esta esquina mundana de su creatividad, deben estar desde hace veinte siglos quemándose para siempre en las zonas más caldeadas de los infiernos.

La devota tradición se ha convertido, sin embargo, en traición pagana, cuya dimensión avanza año tras año.

Cuando se van los encapuchados y los porteadores de las pesadas imágenes con cristos, dolorosas y sayones, y se retiran los devotos expectadores, después de haber observado con curioso silencio el paso del vecino o haberse sentido sobrecogidos por lo sanguinolento de los piececitos descalzos de presuntamente femeninos penitentes, el tumulto no entra masivamente en las iglesias para pedir perdón a Dios.

No. La mayoría se van de copas, de comilona, de jolgorio. Porque, digerida la tradición de la Semana Santa como un pretexto para pasarlo bien, el suplicio del Redentor se ha convertido en días de fiesta contantes y sonantes para los destinatarios de tanto sacrificio.

Debieran introducirse algunas novedades en las tradiciones procesionales. Ya que las gentes no van a las iglesias, y a aprovechando que "los santos" andan por la calle, podría ponérseles tronante voz, y hacerles gritar algo así como "¡Arrepentíos!". (Perdónenos el lector más creyente, pero también podría gritarse de cuando en vez: "¡Consumid!", como medida circunstancial paliativa de esta crisis)

Arrepentimiento que debería tener su raíz, en nuestra heterodoxa opinión, no tanto porque unos judíos incrédulos hubieran puesto hace 2.000 años al Hijo de Dios en el camino protagonizar el más execrable Auto de fe de la Humanidad, sino porque sus farsantes imitadores actuales, después de haber representado a conciencia el papel de sayones, cristos y cruzados, prefieran refocilarse en los más conspicuos terrenales placeres, a pesar de haber sido calificados de pecados mortales por los más diversos representantes del Altísimo, en lugar de retirarse a sus hogares a meditar qué hacemos aquí, a dónde queremos ir, porqué razones.

 

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