Sobre física, poesía y cosmogonía
En el principio creó Dios los cielos y la tierra. Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas. Y dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz” (Genesis 1:1-3).
Muy posiblemente la dificultad mayor con la que se encontró el Dios de la Biblia, en esa Semana Santa frenética de la Creación universal, fue separar la luz de las tinieblas. Bien porque la labor fuera ingrata o su conclusión inncesaria, han quedado parcelas muy oscuras en esa referencia conceptual del Todo que es, justamente, el Universo.
Los físicos se han esmerado desde que recogieron algunas ideas aprovechables de los filósofos y estos, a su vez, de los poetas, en reconstruir lo sucedido en esa Semana singular. De momento, una mayoría cualificada parece haber entendido que no hubo siete o seis días simbólicos de divina tarea, sino un solo instante de magia, a partir del cual, mediante procesos químico-físicos de naturaleza y condición aún ampliamente desconocidas, se ha llegado hasta aquí.
No hay problema con incorporar al modelo el tiempo que haga falta , porque el concepto abstracto de eternidad nos brinda los millones de años que necesitemos. Tampoco lo hay para la concatenación lógica, en el terreno de la física teórica, pues los conceptos de espacio enedimensional y energía nos sirven para darle vueltas ad infinitum a las consecuencias de relacionar masa, velocidad de la luz y energía.
Podemos, por ello, aceptar sin mayores reparos que una combinación bien aplicada de fórmulas matemáticas, concatenadas gracias a trabados teoremas y con la eventual incorporación, viciosa pero controlada, de solamente algunos postulados, o sea, principios sin demostración, es la explicación que lleva desde el big bang hasta este despliegue fenomenal que nos rodea, cada vez más inmenso.
Podemos aceptar que el guía del proceso en esa evolución selectiva es la negación de lo absurdo, y que así se han generado galaxias, agujeros negros, planetas, rocas, agua, plantas, animales irracionales, y hasta seres humanos con capacidad para entender algo de todo esto y, en fin, seguramente, alienígenas, con capacidad de entender incluso mucho más de lo mismo.
La física téorica explicará algún día, sin duda, lo básico de la cosmogonía que nos dará respuesta suficientemente satisfactoria de lo que nos ha traído hasta aquí. Entenderemos entonces sin mayores fisuras la razón íntima de lo que nos acompaña.
Pero nos seguirá faltando la explicación de lo que nos hace especialels a nosotros, es decir, nos permite actuar en ese cosmos como seres racionales, no determinados, creativos. Porque esa es una verdad incontrovertible. En esa masa de material ajeno, creamos. No creemos crear, creamos.
Hoy por hoy, con un avance notorio respecto al momento en que se creía que el Hombre y la Tierra eran el centro del mundo, el núcleo duro de los físicos teóricos se mueve utilizando cada vez menos postulados, y ellos como materia prima central, fabrican un magnífico producto, fundamentalmente judeo-norteamericano, que es laureado sistemáticamente en el hipermercado sueco de premios Nobel de Fisica y consumido con fruición en todo el mundo.
Si los físicos tienen razones para estar convencidos de entender más del mundo visible, gracias al principio de indeterminación de Heisenberg, al principio de equivalencia de Einstein y a unas cuantas partículas imaginarias y algunas constantes particulares. Aunque los demás humanos sigamos encontrando nuestros motivos de satisfacción en los brillantes trabajos anteriores de los termodinámicos, mecánicos, y químicos.
Pero los metafísicos lo siguen teniendo crudo.
Una cosa es admitir como conclusión experimental que la luz deriva hacia el rojo al alejarse del observador (efecto Doppler) y, por tanto, que el Universo se expande, y otra explicar qué hace a algunos entes físicos capaces de generar interrelaciones con el material abstracto que conforma el mundo de las ideas. ¿Qué partículas son esas? ¿Qué verdades universales, además de los que Aristóteles o Kant pusieron sobre la mesa, ordenan el territorio de la metafísica? ¿Necesitamos un principio de indeterminación para los conceptos abstractos?
Es imprencindible, parece, aún, mucha poesía para acercarnos al entendimiento global del Universo.
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Anonimo -