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Al Socaire de El blog de Angel Arias

Sobre la pena de muerte para los violentos y la fuerza disuasoria de los pacíficos

Resolver las diferencias con el que nos cae mal o no se doblega a nuestras exigencias, mandándolo al otro barrio con un golpe de quijada de burra, un disparo o un navajazo -por enumerar algunos pocos métodos- es una técnica de alienación presente desde el principio de la historia de la Humanidad que algunos más que otros han utilizado para resolver sus conflictos de forma definitiva.

Hay grados y talantes, claro que los hay, entre las reacciones y los comportamientos ante los mismos hechos ofensivos. Y también los hay, por supuesto, para poder distinguir entre los actores, las circunstancias, y los modos empleados.

Eliminada la opción del ojo por ojo y diente por diente -ya sea aplicando el castigo de forma individual o con autorización de la tribu-,  en las sociedades que se dicen más civilizadas, al menos, la calificación y gradación de las penas a aplicar a los contraventores habrá de sujetarse a las reglas previstas por la mayoría, decididas en frío, publicitadas convenientemente y aplicadas con uniformidad y rigor.

La sociedad, en su conjunto, no se debería guiar por el calentón de un hecho reciente, no tendría por qué actuar apasionadamente para juzgar un hecho aislado de los que se comentan en su seno, siendo la naturaleza de los que viven en ella, fundamentalmente pacífica. No por ello debe, obviamente, de dejar de reglamentar con la adecuada severidad, para darles un contenido disuasorio, el castigo de los que infrinjan las normas.

Esta cualidad para distinguir entre la venganza individual y el castigo colectivo a los agresores, está entre las razones básicas por las que tenemos reglas y normas jurídicas para dirigir el comportamiento social. Al agredido, sea cual sea la magnitud del daño que otro le ha causado, se le relega a un segundo plano, porque es la colectividad en su conjunto la que se siente agredida, y no solamente la víctima. El delincuente es una malformación de la sociedad.

Desgraciadamente, a veces se tiene la impresión de que los pacíficos están muy limitados para responder ante quienes cometen graves infracciones del orden.

Hay casos dramáticos, que conmueven la sensibilidad. ¿Cuál sería la mejor reacción de la sociedad ante quien es autor de un crimen horrible, del que ha sido víctima una joven encantadora, una niña confiada, un bebé indefenso ? ¿Qué equilibrio se puede encontrar para castigar adecuadamente a quién ha colocado una bomba en un local comercial y arrasado con la vida de varios conciudadanos y  lisiado permanentemente a otros cuántos? ¿Existe compensación suficiente para quien ha irrumpido en una guardería y ha disparado contra el maestro y los niños que estaban allí jugando?

La sociedad se ha hecho demasiado tolerante con la violencia, y los más violentos se han aprovechado, creciendo más fuertes y más libres para hacer de las suyas y escudarse en atenuantes o presuntos eximentes: alcohol, drogas, esquizofrenia, peleas multitudinarias, agresión previa, etc. Los abogados defensores de los delincuentes utilizan todas sus argucias jurídicas para retrasar el castigo, aminorar las penas, disminuir la cualificación penal de los delitos.

Y, después, con las cárceles demasiado llenas, el objetivo de la rendención no se cumple completo, y el de la rehabilitación pasa a ser una quimera, un desiderátum imposible.

Hay individuos que han hecho del delinquir su medio vital, y que se han adaptado a pulular a sus anchas por ahí, cometiendo asaltos, robos y crímenes; conocen perfectamente los entresijos de un sistema penal lento y de aplicación con demasiados matices oscuros. El paso por la cárcel es una forma de su modo de vida. No se puede ignorar que la rehabilitación del delincuente es un objetivo teórico, deseable por los bienintencionados, pero escasamente cumplido.

¿Pena de muerte para los violentos autores de determinados crímenes?. No nos parece que esta sea la medida adecuada, porque carece de carácter disuasorio para terceros, y creemos que ni siquiera la sociedad democrática puede decidir sobre la vida y la muerte. Los pacíficos no tenemos ahí nuestra debilidad, sino la confirmación de nuestra convicción: amamos la vida, como un bien común.

Pero hay un arma específica contra los violentos que la sociedad ha dejado de utilizar. Existe demasiada tolerancia hacia los violentos; se les tolera desde la infancia, se les identifica mal, no se les corrige y delata, cuando se producen sus actos contrarios a las reglas. En las familias, en las aulas, en la calle, en todas circunstancias y lugares.

La sociedad debería recuperar el control del reproche, la marginación y el desprecio hacia quienes incumplen las normas. Dejemos de aplaudir a los violentos. La violencia tiene grados, y comienza tanteando la capacidad de tolerancia de las pacíficos. En el deporte, en la empresa, en el mercado, en el transporte público, en la cola del cine, en las escuelas.

Estamos en contra de la pena de muerte, y somos escépticos de la capacidad de rehabilitación de las penas para la mayoría de los violentos. En la época de crisis económica, cuando las opciones de encontrar un trabajo estable y un entorno tranquilo son menores, lo dudamos aún más. Nuestro margen está en utilizar más atención y más firmeza para corregir la violencia de nuestra sociedad allí donde se produzca y exigir, desde la calle, el respeto a las normas. Imponiendo con firmeza el poder de los pacíficos sobre los violentos, cuando aún están tanteando nuestra fortaleza.

Y, para los que no han captado el mensaje siendo educandos, caiga sobre ellos, ya adultos, con todas las consecuencias, el castigo que hayamos los pacíficos, serenamente, acordado para los infractores.

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