Sobre los efectos de bajar los impuestos o el precio del dinero
Si la cuestión estuviera absolutamente clara, posiblemente todo el mundo -incluso los economistas y, entre ellos, los más expertos- se hubieran puesto de acuerdo. En las Universidades se nos enseñaría sin circunloquios la conclusión y los políticos la aplicarían a rajatabla.
La lógica indica que si se bajan los impuestos, el Estado recaudará menos dinero y tendrá, en consecuencia, menor capacidad para dedicarlo a sus actividades propias como son, en principio, la mejora de las infraestructuras, la protección ambiental y social, el incremento en los servicios asistenciales, la ayuda a las personas con especiales dificultades y, derivadamente, el fortalecimiento del aparato funcionarial, desde jueces, profesores, médicos, policías o cargos públicos a los administrativos de ventanilla o conserjes de museo (sin que esta hipotética gradación implique cargas peyorativas).
La lógica indica también que si se bajaran los intereses de los créditos -señalando, por ejemplo, las referencias para el interbancario, que es el precio del dinero que se prestan los Bancos entre sí- las empresas y particulares podrían financiarse de forma más barata para sus compras y proyectos, y ese gasto siempre enojoso que representan los réditos a los préstamos, sería menor, animando así a consumir más y a iniciar nuevos proyectos, creándose empleo y riqueza.
Es en la aplicación práctica de estos principios donde aparecen matices serios, que son resueltos desde las cuestiones ideológicas y, por tanto, ya no tienen que ver con la teroría, sino con las experiencias.
Además, si se tuviera en cuenta que nos encontramos en un´momento de quiebra del sistema, los análisis deberían incorporar soluciones de emergencia y no restringirse a aconsejar la simple aplicación de las viejas recetas.
En fin, quienes quieren un Estado poco intervencionista, siguen proponiendo que se bajen los impuestos, en especial los de sociedades, para que las empresas tengan más dinero para gastar en otras cosas, porque las rentas del capital se reinvierten a la larga en aumento del bienestar general, ya que nadie se va a llevar los dineros a la tumba. La iniciativa privada, para ellos, vence a la pública en la decisión sobre lo que hay que hacer, y el mercado será ahora y siempre un excelente regulador de las prioridades, limitando al Estado a vigilar eventuales desequlibrios y a acudir de bombero cuando se presente un fuego.
Esperanza Aguirre, Presidente de la Comunidad de Madrid, en su entrevista en ABC del 25 de enero de 2009, inteligente defensora del liberalismo económico, recurre a los preceptos clásicos: control del déficit, bajar los impuestos, gastar menos desde el Estado, producir más.
No es de extrañar que los defensores de la ideología liberal, apoyen también la disminución del interés al dinero que presta el Estado a los Bancos, como fórmula para estimular el consumo y la inversión privada, poniendo un ojo a garantizar la rentabilidad mínima a los depósitos a largo plazo, en interrelación con la inflación acumulada.
En el frente ideológico más o menos contrario, se siguen escuchando también argumentos muy manidos, y, por eso, tiene mucha razón el superministro Solbes cuando afirma que se le agotaron las medidas, porque hay que salirse del libro.
A quienes desean un Estado relativamente fuerte, su ideología les llevaría a apoyar el no bajar los impuestos, aumentar el control público y garantizar la liquidez del sistema, insuflando más dinero, sin miendo a aumentar más el déficit, porque ya se recuperará cuando amaine la crisis. Sin embargo, mantener los niveles asistenciales en un momento de paro creciente, genera un horizonte de grave incertidumbre, cuyo límite no puede preverse desde un contexto de falta de cooperación entre los agentes económicos y pérdida de credibilidad en los medios de control del sistema.
Estamos en crisis profunda, y para resolver el temporal no hay que acudir al catón, sino asumir maximalismos. Puede, desde luego, romperse la baraja, abandonar el euro, devaluar y sentar las bases para una recuperación económica.
Pero, si no se quiere llegar tan lejos, al menos, ha de reconocerse que no se pueden aplicar paños calientes a una situación de emergencia. Paul Krugman (Premio Nobel de Economía 2008) pone el acento sobre un principio extraeconómico: las soluciones más certeras no presuponen ideas geniales sino la voluntad de ejecutar lo que se sabe y asumir las consecuencias de la decisiçon.
En la columna del NYT que reproduce EP del 25.01.2009, escribe que "la creencia en la magia de las rebajas fiscales ha desaparecido del mercado" y la llama "anticuada economía del vudú", abogando por la nacionalización previa de las entidades financieras con dificultades, deshacerse después de los accionistas, transferir los activos morosos a una institución especial, creada ex novo, sanear a continuación los Bancos y volver a venderlos.
No hay tanto donde elegir, parece.
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