Sobre los problemas de la Universidad y el papel de los estudiantes
La Universidad española está sumida en una grave crisis. Los problemas de identidad que ha venido arrastrando desde décadas, han estallado con brutalidad, y nadie parece tener autoridad para gestionar la situación.
Quienes no conocen mucho de la cuestión pueden relacionar la crisis universitaria con la general o suponer que nos estamos referiendo exclusivamente a los grupos de jóvenes "radicales" que se enfrentan a la policía cubiertos sus rostros con pasamontañas gritando No a Bolonia o la mercantilización de la Universidad.
Tiene, desgraciadamente, poco que ver. La necesidad de un debate abierto sobre la función actual de la Universidad en la sociedad y las protestas de jóvenes con energía básicamente destructiva son cosas diferentes. Y, desde luego, el proceso de integración europea en el terreno universitario al que nos están conduciendo los pactos boloñeses, tiene muy escasa relación con lo que se interpreta como causa fundamental de la protesta.
El sistema universitario español está concebido desde la permisividad, un mal tremendo tratándose de un proceso educativo, que se ha asociado con la desmembración del Estado central en autonomías y ha contado con un aliado nefasto en el concepto de libertad de cátedra y en la propia autonomía universitaria.
Pero, con ser grave la culpabilidad universitaria, las bases de su actual desorden están en la enseñanza general básica, que no enseña, no motiva, no selecciona y ha permitido que los colegios y escuelas se conviertan en centros de indisciplina y distribución de drogas.
Profundizando aún más, esa falta de autoridad en las instancias académicas tiene su origen, a su vez, en la ruptura del concepto de familia y la dejación práctica de la tutela parental sobre la educación de los niños, que los padres, trabajando ambos, han confiado en los centros de enseñanza, desacreditando paralelamente la autoridad del profesorado.
Tenemos más de 70 Universidades en España, que conceden más de 3.000 títulos. Cada año, son egresados casi 200.000 alumnos, con su título en ristre. La enseñanza impartida es dispar, la dedicación del profesorado, errática, la motivación de los docentes, escasa. Hay asignaturas que tienen tres alumnos y otras aulas, totalmente masificadas. Es necesario aprobar un número elevado de alumnos -sepan o no sepan-, porque el salario del docente depende en parte de la puntuación que le den los propios discentes.
Muchos universitarios no saben redactar correctamente, cometen imperdonables faltas de ortografía, carecen de educación formal, tienen lagunas dramáticas en su formación. ¿Cuántos son? Exactamente, ni se sabe. Pero basta darse una vuelta por las aulas, preguntar a suficientes profesores, para deducir que los desniveles entre el alumnado son terribles. Frente a jóvenes magníficamente concienciados, estudiosos, inteligentes, serenos, pulula una mayoría de disconformes sistemáticos, incultos, vagos, maleducados y desorientados.
La Universidad tiene que conectarse urgentemente con la sociedad. Dejémosnos de paparruchas. Está muy bien concebirla como un pozo de ciencia y sabiduría, pero no lo es. Sirve, sobre todo, para cualificar a futuros profesionales para que rindan un servicio a la sociedad, desde su consideración de élite cultural y técnica. No es una máquina generadora de títulos. No es una guardería. No es alternativa al servicio militar para dilatar la aparición de los jóvenes en las cifras del paro. No es un remedio para la falta de educación básica. No es un reducto de paz para funcionarios sin ambiciones.
España necesita una Universidad de alto nivel, en profesores, en alumnos, en equipamiento. Hace falta, claro, dinero, para ello. Pero, sobre todo, hay que revisar, desde la crítica constructiva, sus postulados. Por fortuna, subsisten algunos ejemplos de buenas Universidades en España. Analicemos por qué funcionan bien y copiemos el modelo.
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