Sobre el desarrollo sostenible y otros cuentos chinos
La sostenibilidad es un concepto confuso. Se sostiene lo que no se modifica, y si lo que se ha modificado se desea recuperar, habrá que devolverlo al estado original.
Se habla de sostenibilidad social, económica y ambiental. Pero la experiencia nos ha venido a demostrar que lo económico se cae cuando menos se espera, porque los mercados no funcionan, y lo social camina hacia el sálvese quien pueda, cuando vienen mal dadas, aumentándose sin parar las diferencias entre los más ricos y los más pobres.
¿Y en lo ambiental?. Pongámonos serios. La sostenibilidad ambiental es un recurso generado básicamente para acallar las conciencias de los que contaminan. Por parte de los consumidores y beneficiarios más pudientes, dando por supuesto que no quieren disminuir su nivel de vida, se ha recurrido al subterfugio consolador de sus conciencias, apelando a su relativa buena disposición para pagar algo más de dinero por la misma cosa. A cambio de que se destine, al menos teóricamente, para que se corrija un porcentaje de lo que deterioran o les lleven lo más lejos posible el producto residual de sus disfrutes.
Pueden ponerse muchos ejemplos, pero para encontrar el modelo general de actuación no hay más que leer los informes de sostenibilidad de las grandes empresas o administraciones públicas, seguir las declaraciones grandilocuentes y pomposas de sus intencionalidades y, después, reconfortado o inquieto con tan sabios propósitos y brillantes resultados, asomarse a la ventana, bajar a la calle, acercarse al llamado campo. Y sacar consecuencias. Si el preocupado ambiental desea viajar, tanto mejor: así adquirirá una visión más global de las realidades de la sostenibilidad ambiental.
A cada paso, encontraremos miles de ejemplos de lo que el ciudadano medio entiende, en la práctica, por respeto a la sostenibilidad: considerarse con derecho a creerse el amor del mundo, el único poblador con derecho a no respetar las normas. Véanse cómo se dejan abandonados los residuos, cualesquiera que sean, -colillas, pilas, escombros, bolsas de basura, electrodomésticos, autos, etc- en el sitio más inoportuno -junto a los ríos, en las acequias, en el bosque, en los párkings públicos, en los patios traseros, en los solares vacíos-.
Rige el principio de que "con tal de que nadie me vea o no haya quien me pueda reprochar por lo hago, tiraré mi inmundicia donde me peta; al fin y al cabo, ya pago bastantes impuestos". Es un principio, como se advertirá, propio de un mundo desarrollado, de nuestra civilización avanzada.
Por supuesto que el ciudadano de a pie no es el único, ni siquiera el principal contaminador, pero su actuación es un reflejo de las demás. Es trasladable, sin duda, como en un banco de pruebas sicológico, a las formas de comportamiento de los que dirigen o controlan las grandes empresas o los departamentos en los que se producen, en mayor o menor escala, sustancias contaminantes. Si no me ven, ¿para qué cuidar de mis desechos? ¡Con lo que cuesta!
Obviamente, en la mayor parte de las entidades existirán protocolos de actuación para eliminación de sus residuos y control de las emisiones. Casi con seguridad el núcleo central de las sustancias contaminantes, en muchas de ellas, será recogido y/o neutralizado. Las fotografías de sus centros de tratamiento hacen testimonio.
Pero eso no impide, sino que, por el contrario, parece que sirve de tapadera para que haya partes nada despreciables de esas sustancias que se escapen al control y que, incluso, esporádicamente, por algún fallo, se viertan a la atmósfera, al cauce público o al terreno; o se oculten a los ojos vigilantes.
No vamos a ser dramáticos, pero concentrar la contaminación tiene un peligro especial. Una depuradora de residuales de una ciudad centraliza en un punto, el de su ubicación, las aguas fecales y las contaminadas de, ¿cuántos?- doscientos mil, quinientos mil habitantes equivalentes. Los sistemas de alcantarillado garantizan que cualquier residuo lanzado a ellas acabará en la ETAR. Su eventual desarreglo producirá el que se vierta en el punto de salida una cantidad ingente, concentrada, de contaminantes.
Una incineradora de productos sanitarios llevará a un área concreta, la posibilidad de que, en un instante dado, miles de partículas de alto poder contaminante se difundan a la atmósfera.
Se pueden poner cientos de ejemplos de instalaciones de riesgo: plantas industriales, polígonos tecnológicos, balsas de decantación, etc., etc. En ellas, las medidas de control deben ser especialmente estrictas, y los procedimientos de almacenaje o tratamiento alternativo, en caso de fallo de la vía principal, detallados y rígidos.
Hay que poner el énfasis en dos direcciones principales:
a) la reducción de la contaminación en origen es la primera obligación del que contamina, la más sostenible, la más barata; todos somos contaminantes, y la sostenibilidad supone no contaminar, esencialmente.
y, b) en segundo lugar, tener en cuenta que el traslado de los productos contaminados fuera del lugar donde se producen, implica, no solo tener las instalaciones adecuadas, sino mantenerlas con garantía de su uso permanente y estar seguros de que podrán detectarse sus fallos, y arbitrarse de forma automática, las medidas alternativas eficaces para los casos en que éstos sucedan.
Otra cosas, serán cuentos chinos. Mejor o peor contados, pero cuentos chinos. Siempre será necesario mirar debajo de las alfombras y observar el comportamiento cuando se apagan las luces.
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