Sobre los aires de provincias
Hay dos maneras -al menos- de referirse a los aires de provincias.
Una, quizá la más común, es tenerlos como indicativo de las atmósferas menos contaminadas, con las que prueba bien ponerse en contacto, para cambiar de aires. Hace ya bastante tiempo, cuando viajar al extranjero era equivalente a cruzar la cordillera cantábrica para los que vivíamos en Asturias, las familias que podían permitirselo iban a León (a los pueblos de El Bierzo, a Valencia de Don Juan, a Benavente) a cambiar de aires, a secar.
Pero queremos referirnos a los aires de provincias con otra acepción, peyorativa, que implica que quien tiene el aire a provinciano, delata su condición de pueblerino. Como también dicen quienes se sienten por encima de los otros, "se les nota el pelo de la dehesa", para ridiculizar la proveniencia del otro.
Hace años, al comienzo de la primera etapa socialista, se puso de moda recurrir al origen pueblerino como condición que realzaba el camino seguido desde la cuna hasta el pedestal en donde algunos querían colocarse. Así, todos retornaban a su genealogía para encontrar un pueblo chico del que venir, como salvaguarda para discurrir entre otros progres y obreristas, creyéndose así a salvo de críticas de proletarios de tradición.
Con todo, es cierto que existe un aire de provincias. Esa condición se genera, de forma natural, cuando, a base de hablar con los mismos coetáneos, ver las mismas caras y paisajes y dedicarse a copiar y pretender gustar a los mismos referentes, se acaba adquiriendo, sin darse cuenta, un aire similar a lo que nos rodea.
Ese tufillo provinciano, como todos los tufos, no es en sí mismo ni bueno ni malo, e incluso viene bien durante algún tiempo para hacerlo contrastar con otros tufos diferentes, pero si se queda solamente en aura pretenciosa, más que aroma, como sus portadores pretenden, resulta cheiro, olor a cerrado, a podredumbre, a emanaciones de cloaca.
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