Sobre el optimismo como pose
El optimista no es ya un pesimista mal informado. Es más probable que sea alguien que desea vendernos algo. Afinando algo más: con engaño.
Vivir obsesionados con los elementos negativos de la existencia, no nos hace nada atractivos a los demás. Preferimos arrimarnos a quienes ven las cosas con laxitud, porque la procesión ya la llevamos dentro. Benditos sean, pues, quienes nos ayudan a sacar unas risas de nuestra problemática, haciéndonos olvidar por unos instantes el lado amargo en el que nos movemos. Eso sí, que nos lo adviertan antes: va de risas.
Porque no estamos refiriéndonos a las actitudes de los graciosos del grupo, los cómicos de pago, o los que atraviesan un momento envidiable debido a que les tocó la lotería o les acaba de emplear como vicepresidente su tío rico. A todos esos, a los que se les ve venir, no solamente les perdonamos la osadía, sino que agradecemos que existan y nos quieran contagiar, aunque lo suyo no sea trasmisible.
El optimismo que nos duele viene de marchas forzadas, interesadas para confundirnos a nosotros, mientras ellos mantienen las claves en las manos, ocultándolas. Se empeñan en lanzarnos esencias de un mejunge de buenas palabras y ánimos, con la intención de animarnos a que nos adentremos un poco más en la selva de la incertidumbre.
Estos optimistas viciosos, son mal que tiene su cultivo en las empresas y en la política. El terreno que abonan con sus mentiras, es siempre el mismo: nosotros. Los que creemos en su palabra, los que confiamos en que lo que nos cuentan tiene fundamento serio.
Ojo, sin embargo: si nos engañan una vez, es culpa suya. Cuando dos, la culpa es nuestra.
En la empresa, los optimistas profesionales ocupan los puestos más altos, las direcciones generales o la dirección de personal. Cuando las cosas empiezan a ir mal, se apresuran a pintar de rosa las paredes, a presentar informes esperanzados y convicentes. Suelen recibir -pagándolo- el premio a la empresa más emprendedora, al empresario más dinámico, antes de hacerla sucumbir en la suspensión de pagos, llevándose en la debacle unas cuantas nóminas impagadas, varios proveedores crédulos, descubiertos a la seguridad social de todos.
El nuevo equipo, si existe, calificará todo lo que han hecho de muy mal, pero los otros ya estarán, en general, a buen recaudo. Se habrán vendido por un euro simbólico las estructuras malolientes, pero de las que un comprador de saldos -éste, armado con la brocha del pesimismo más feroz- sabrá sacar tajada.
¿Por qué se hace eso? Porque presentar las dificultades como parte del camino habitual no está bien visto. Hay que demostrar continuamente que acertamos, y, por eso, reconocer que los asuntos pueden desembocar en un fracaso si no se trabaja más duro, convoca el desprecio sobre quien sea capaz de hacer tal afirmación, conjeturada por los caciques y sus visionarios de poco halagüeña, de hacedora de malfario, de persimismo injustificado. Como si la perspicacia convocara el descalabro.
No hay crisis. Hay desaceleración. No hay desaceleración, hay ajuste. No hay ajuste, hay desequilibrios. Los desequilibrios eran impredecibles, y ahora lo que hay que procurar es aprovechar la profunda crisis para sanear las infraestructuras y el sistema. Solo los más débiles han perecido en ella.
No nos hundimos, el barco es firme y resistirá a la vía de agua. Hemos caído al agua, orden. Tenemos botes y salvavidas para todos. Se salvarán los que sepan nadar y los insolidarios que se han escapado con los botes. Estamos cerca de la orilla, el esfuerzo será mínimo. El horizonte es engañoso, lastimosamente se podrán salvar únicamente los más fuertes. Habrá un entierro digno para todos los fallecidos, y se tomarán medidas para que no vuelva a pasar algo así en el futuro.
0 comentarios