Sobre el Once-Eme, los terroristas y el respeto a la vida de los demás
Hace cuatro años, en un día muy distinto a hoy, se nos rompió aún más la tranquilidad a los españoles. Casi doscientos fueron asesinados en una inmolación causada por el fanatismo, el desprecio a los demás, la intolerancia. Vivíamos ya con la mosca detrás de la oreja, porque éramos muy conscientes de que no todos valoran las razones de los otros, y algunos, faltos de argumentos, creen que podrán vencerlas a bombazos y a pistoletazos.
En momentos como aquél -pero en cualquier lugar del mundo se pueden econtrar, ay, ejemplos similares casi cada día- se debe entender que no todos somos iguales. Claro que no. Y no se trata de diferencias congénitas, no hay que hablar de malformaciones de la naturaleza, de desgracias provocadas por los genes. No. Hay que referirse a un mal que está permanentemente entre nosotros, los humanos, que lleva a algunos a creer que tienen razones más poderosas que las de la mayoría.
Y, en realidad, es muy posible que haya seres humanos que tengan razones más poderosas. Suelen estar callados. Si acaso, escriben sus ideas en libros que pocos leen. Raras veces, alcanzan puestos políticos desde los que asumen el riesgo de que los asesinen antes de que puedan ayudarnos a ser mejores.
Lo que nunca se podrá dar es que las minorías fanáticas que albergan la idea irracional de que van a vencer con las armas, las bombas, los asesinatos y la tortura, la fuerza de la razón, puedan hacerse de forma permanente con el control de la especie humana, ni siquiera de un grupo.
Porque si la sinrazón se instala entre nosotros, dejaremos de ser humanos.
Víctimas del Once-Eme y de todos los extremismos, presentes. Que vuestro recuerdo no nos abandone jamás a los pacíficos. Sois razón de vivir.
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