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Al Socaire de El blog de Angel Arias

Sobre el maravallo

Cuando éramos adolescentes o niños, algunos de los que vivíamos cercanos a la naturaleza todavía casi impoluta, descubrimos el maravallo. Aficionados a la pesca de la trucha, supimos pronto que aquellas larvas que se defendían de sus enemigos (básicamente, las voraces truchas) con una protección de piedrecitas con las que construían  un caparazón que los hacía menos vulnerables, eran justamente irrenunciables para los salmónidos.

Ensartados en el anzuelo, solos o en parejas, y llevados a la orilla de ríos y riachuelos con la destreza del que sabe ocultar su aproximación, las gusarapas se convertían en un arma terrible, de casi segura captura, irresistibles para cualquier trucha.

Hoy hay pocos maravallos en los arroyos españoles y, además, hace tiempo que su pesca con ellos está prohibida. Es  una mala noticia, pero no ya para los pescadores. Estas larvas de los insectos tricópteros son indicadores de la salud de los ríos. Perfectos indicadores biológicos. Si al levantar unas piedras planas, allí donde la corriente se remansa pero mantiene una fuerte aireación, descubrimos sus construcciones de diminutas piedras, todo va bien. El alma del ecologista aficionado o instruído puede llenarse de gozo.

Pero la mayor parte de las investigaciones de campo sobre los maravallos, gusarapas o gusarapines, no los encuentran, vuelven de vacío, o apenas descubren cuatro o cinco reliquias donde antes había abundancia. La naturaleza no perdona nuestra actuación contaminante y se va refugiando en el único sitio en donde parece estar segura: la nostalgia.

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