Blogia
Al Socaire de El blog de Angel Arias

Guerra civil 36-39

En el aniversario del comienzo de una guerra civil

En el aniversario del comienzo de una guerra civil

Puede que un dieciocho de julio ya no signifique mucho para una mayoría de españoles (casi todos los menores de 50 años y, desde luego, todos los jóvenes de menos de 35), y esa ignorancia no es muy tranquilizadora.

El 18 de julio de 2011 se cumplen 75 años del comienzo de la guerra civil en España, que dió lugar a una dictadura que se mantuvo desde su terminación, en 1939, hasta la muerte de Francisco Franco (1975). La concentración en muy pocas manos de todos los poderes del Estado alimentó, durante todos esos años, los tactismos -es decir, fundamentalmente, los intereses, pero también las marginaciones, las esperanzas frustradas y las reprobaciones - de varias generaciones de españoles.

Entre las diversas reflexiones que, con esta efemérides, se dedican a la guerra civil de 1936-1939, sus motivos y consecuencias, nos ha llamado especialmente la atención el comentario que suscribe Julián Casanova (EP Domingo de 17.07.11, pgs. 10 y 11).

En esencia, explica que España fue el único país europeo en el que, dándose circunstancias que pudieran asimilarse a las de otros de la zona, se enzarzó en una guerra civil. "Sin esa combinación de golpe de Estado, división de las fuerzas armadas y resistencia, nunca se hubiera producido una contienda civil".

Las tres condiciones que refleja Casanova giran, pues, en torno a una sola: el Ejército se encontró dividido, desde el primer momento, entre defensores de la República (poder legítimo) y del levantamiento, provocando que, de inmediato, hubiera una zona adicta y otra rebelde, y en las que los militares que las controlaban -no las autoridades civiles, incluso desde el Gobierno de la República, muy subordinadas-, forzaron a integrarse a los habitantes del área respectiva.

Es muy evidente que las tres condiciones que ahora recogemos aquí son circunstanciales, es decir, no fueron las que, por sí solas, hubieran constituído la razón necesaria y suficiente para que los dos bandos se empeñaran con tanto ardor y por tanto tiempo en destruir al contrario.

Los levantiscos contaban con el apoyo de algún prócer económico -Juan March como más significativo-, pero la conspiración tomó forma entre militares. Tampoco los militares que defendían la República lo hacían por sus afinidades sociales o creencias religiosas, sino por lealtad al Estado; una vez metidos todos en una larga contienda, los móviles de quienes, sin ser militares de profesión, se mataban entre sí perdieron toda perspectiva.

Las razones de millones de civiles para sostener una guerra nos parecen más importantes que el que haya unos cuantos militares dispuestos, por ambición o hipotética ideología, a confrontarse con las armas, ya sea con el pretexto de salvar a la Patria o defenderla de unos rebeldes.

Por eso, tratar de descubrir los motivos que justificaban individualmente la adhesión, la dedicación y el empeño, incluso con encarnizamiento, que condujo a no pocos de esos civiles hasta llegar a matar, fuera y dentro del campo de batalla, a los que se veían como obstáculo en el camino hacia el poder que concedería la victoria, es una obligación de cuantos deseamos profundizar en el conocimiento e la naturaleza humana. 

Y eso es lo que nos preocupará siempre del comportamiento humano: su capacidad para la irracionalidad, que se emplea para justificar la destrucción del prójimo, al que acabamos considerando, con regularidad, como enemigo, cuando se convierte en distinto y ese carácter lo hace aparecer como obstáculo para nuestros intereses. Independientemente del desarrollo, de la cultura, de los regímenes, la opción de la disputa armada, de la aniquiliación de lo contrario -de la guerra- está presente, una y otra vez, como la forma periódica de saldar definitivamente  las diferencias.

Ahogar al contrario, al disidente, al distinto. Matarlo.

Esas actuaciones de destrucción serán siempre civiles, en el sentido de involucrar, a pesar de los eufemismos que se empleen, a la población no militar. Si afectan a específicos particulares, serán ajustes de cuentas, provocadas por la concentración del odio en el que tengamos más próximo (asesinatos de familiares y antiguos amigos, compañeros, jefes,...).

Si involucran a poblaciones extensas -hunos o romanos, hutus o tusis, cruzados e "infieles"...- serán ya el reflejo colectivo de la tendencia del ser humano para renunciar a convencer, venciendo al que discrepa, aglutinando sin rigor las capacidades de odiar al que se nos cruza en el camino.

Las dos guerras llamadas mundiales del siglo XX fueron también, y  sobre todo, civiles. Si creyéramos, por ejemplo, que los alemanes, italianos o japoneses, defendían el totalitarismo de sus regímenes, nos equivocaríamos: expresaban su voluntad individual de imponerse.

Todas las que vengan, que vendrán, y las que existen, y las que fueron, se pueden catalogar, sin temor, de civiles.

Mientras existan armas, habrá guerras. Y mientras haya ejércitos, en algún momento, se generarán las circunstancias. Porque, entre los civiles, las diferencias de actitud son consustanciales a sus dispares naturalezas. Aunque solo degenerarán en guerra civil cuando una parte significativa de los militares crean tener la oportunidad de reorientar la situación, moviendo la escalera -por su propia voluntad, o por la de los que les animen a hacerlo-, y otra facción se vea en la obligación de defenderla.

Sobre Franco, aquel hombre

Cada 18 de julio, durante cuarenta años -¿se acuerdan?- se celebraba la Fiesta Nacional por excelencia en España. Miles de personas acudían a la Plaza de Oriente para aclamar al Caudillo, Francisco Franco Bahamonde, salvador de la Patria, por la G. de Dios.

En 1964, José Luis Sáenz de Heredia, un afamado director de cine que había ya puesto imágenes a un guión del Generalísimo, "Raza" (proyectada con gran éxito de público), realizó una película inolvidable: "Franco, ese hombre", que, sin embargo, ha sido olvidada.

Es una lástima que se haya perdido la voluntad de conmemorar la fecha del 18 de julio, porque ese día de 1936 se produjo un acontecimiento excepcional, el llamado Alzamiento Nacional. 

Esta efemérides olvidada, podría formar parte de la Ley de la Memoria Histórica, y competir -salvando las distancias, espirituales o geográficas- con otras celebraciones. Al fin y al cabo, también se celebran, variando los conceptos, el 2 de mayo (victoria "contra los franceses"), el 12 de octubre ("descubrimiento de América"), la "independencia" de "las metrópolis", etc.

El de 1936 fue un genuino golpe de Estado por el que un grupo de militares conspiradores se alzó contra el Gobierno legítimo de su país. La resistencia de otro grupo leal, y la voluntad de no rendirse al levantamiento por parte del Gobierno, dió comienzo a una guerra de tres años, en la que los españoles se mataron unos a otros con saña, con odio, sabiendo o sin saber porqué.

Después de muchas muertes -un millón, se dijo, aunque nadie los contó a todos-, cuando se acallaron los disparos, una vez que los militares levantiscos, con ayuda de gobiernos extranjeros dictatoriales igualmente inolvidables -los de Hitler y Mussolini-, redujeron a muerte, huída, cárcel, destierro y lágrimas lo que quedaba de la voluntad mayoritaria del pueblo español, se iniciaron cuarenta años de paz.

Años de marginación, de hambre e incultura, de atonía, de miedo, de silencios y mentiras o, peor, de verdades a medias, que fueron transformándose, lentamente, muy lentamente, en olvido, en protestas, en represión menos firme, en voluntad más débil, en nuevas propuestas, en renovación tímida, en cambio, en modificación absoluta, en abominación, en desprecio.

Hay que celebrar el 18 de julio de cada año, como la voluntad de un Gobierno republicano, elegido democráticamente, de decir que no a un golpe de Estado de algunos de los militares que estaban obligados a defender la Constitución y el orden. Perdieron. Perdimos durante decenas de años muchos, los hijos de los que perdieron la guerra como los de quienes la ganaron y no entendían lo que se estaba celebrando.

Fueron cuarenta años. Hace setenta y tres. No conviene olvidarlo, aunque esta vez estemos tan seguros de que la Historia no podrá repetirse.

 

 

Sobre el pueblo de Dios y los hijos de las tinieblas

Hace ya unos 20 siglos que el pueblo de Dios (los judíos de la Biblia) han dejado de escribir la Historia -su Historia- por sí mismos. La buena nueva de la difusión del mensaje que había venido transmitiendo, de generación en generación, desde que los expulsaron del primer Paraíso, se desdibujó en varios arabescos, al mismo tiempo que los gentiles se apropiaron de las ideas principales de la teoría de la Gran Conspiración.

Hay, seguramente, mucho material inexplorado para elucubrar sobre las razones y sin razones que, faltos ya de una guía celestial y un ideario propio, han llevado en estos últimos 20 siglos a los judíos a desparramarse por el mundo, y, muy en especial, por el mundo de las finanzas.

En este Comentario, queremos hacer referencia somera a uno de los episodios, aún muy oscuros, de la participación de los judíos en la guerra civil española -el glorioso Alzamiento, la santa Cruzada- , y de sus consecuencias posteriores en los años de la Dictadura franquista -el régimen nacionalsindicalista, la España como Unidad de destino en lo universal-.

La actual presencia, nada desdeñable, de capital judío en algunos de los negocios más relevantes de nuestra economía y sus interrelaciones con el capitalismo norteamericano de mejor raigambre, permite plantear la cuestión de quiénes y porqué apoyaron a cada uno de los dos bandos que se enzarzaron en una disputa sangrienta sin precedentes, allá por los 1936-1939.

Por una parte, la República buscó apoyos en las relaciones de Max Aub, José Máximo Kahn, Edmundo Graenbaum y otros personajes de la vida judía española, que consiguieron, al menos, un cierto apoyo intelectual -el presidente de The Economist, Henry Stracoch, entre ellos- y movilizaron la exigüa cifra de 5.000 a 7.000 combatientes voluntarios que se adscribieron a las Brigadas Rojas y a cuya participación se dió mucho -demasiado, por sus efectos negativos posteriores- énfasis. (1)

Por otra parte, algunos de los judíos que residían en España -seguramente no más de 7.000, aunque los descendientes de judíos conversos eran muchísimos más- estuvieron en el frente junto a Franco. Un grupo, seguramente el más importante como apoyo bélico, obligados, como los Sefarty, Azulay, Benitah, etc, . Otros, por convicción, como José Alfón, Toledano, Juan March, Jacobo Salama (aunque el apellido no nos parezca a primera vista muy judío), etc.  

Se explicaría así una de las razones por las que Franco y sus apoyos ideológicos cualificados (Millán Astray, entre ellos) no apoyaron la participación en las ideas de Hitler de exterminar a los judíos. El capital judío español había ayudado al Generalísimo en la guerra civil, y lo seguía ayudando, figurando algunas familias entre los fieles amigos del régimen.

El invento dictatorial estaba recibiendo, además, ayudas de los acogidos én la huída obligada por la cada vez más implacable persecución nazi, tan estupendamente consentida o deliberadamente ignorada por los patriotas alemanes de pura raza.

Aparecían los Koplowitz (amigos de los March y de Carmen Polo gracias a Esther Romero de Juseu) a los que se unieron los Esser, los Lipperheide y muchos otros, algunos ya afincados con anterioridad en España y otros, arrastrados por los lazos familiares o de amistad inquebrantable, aunque hubieran colaborado con el régimen nazi alemán en su papel de salvar lo fundamental de los dineros.

Sobre Azaña y la memoria histórica

El libro de Santos Juliá sobre Manuel Azaña, presidente de la República cuando se produjo el levantamiento militar que provocó la última guerra civil española, es muy oportuno. Vuelve a poner sobre el tapete de la historia comentada a un personaje heteróclito, multifacético y, en cierta medida, imaginario. ("Vida y tiempo de Manuel Azaña", Editorial Taurus)

Porque Manuel Azaña fue un intelectual elevado a Presidente de la República española que, arrastrado por una traición incomprensible de una facción de los que estaban obligados por juramento a defender el Estado, adquirió la posición de espectador de su propia vivencia, escribiendo sobre lo que estaba pasando a su alrededor, debilitando así en parte la opción de dedicarse completamente a influir sobre su curso.

Su visión de intelectual reflexivo superó a su función de político y hombre de Estado. Consciente desde muy pronto de la imposibilidad de movilizar los intereses de Francia e Inglaterra para detener el campo de experimentación que habían montado Alemania e Italia en España, se refugió en el propósito de proporcionar a la Historia y a la Literatura unas páginas imprescindibles para entender ese tramo de nuestro pasado, del que somos todavía acreedores.

Los documentos de las Memorias de Azaña son esclarecedores de lo que pasaba por su cabeza y del juicio que le merecían sus interlocutores. Revolotea, por encima, la combinación de realismo, decepción y esperanza, Una sensación similar a la que se siente, en muy diferente contexto, leyendo los discursos de otro intelectual llevado a la política, Salvador Allende.

Estamos de acuerdo con quienes opinan que no hay rigor en el término "memoria histórica", porque la expresión es totalmente contradictoria. La investigación histórica no tiene memoria, sino que se ampara en el rigor, la prospección en las fuentes y el método. Por eso, cuando se nos ofrece la posibilidad de escarbar en lo que sentían y pensaban quienes nos dejaron su testimonio en tiempo real, se reabre la ventana de ese momento que vivieron en primera persona, y podemos aventurarnos a decidir si queremos ser cómplices o verdugos de su actuación.

Escribía Azaña, que los españoles, por mucho que se maten unos a otros, "siempre quedarán bastantes, y los que queden, tienen necesidad y obligación de seguir viviendo juntos para que la nación no perezca". Incluso se atrevió a trazar las líneas de las condiciones básicas de esa convivencia: "nunca por las vías del odio, la venganza, el sangriento desquite". La guerra apenas si había empezado. La Historia continúa.

Sobre la memoria histórica

En una reciente entrevista concedida para la TV en España (Telemadrid), el general retirado Sabino Fernández Campo afirmó que lo que había que hacer con el proyecto de Ley de la memoria histórica era retirarlo, porque lo que procedía era hablar del olvido histórico de la guerra civil y sus excesos. Lo decía, apuntillaba, desde la autoridad de haberla vivido como combatiente en el bando vencedor, enrolado con 17 años y promovido a mando de un grupo de jóvenes "mayores que yo", que confiaban en él y, por ello, su preocupación principal consistía en que superasen la guerra sanos y salvos y devolvérselos a sus familias.

Fernández Campo en aquella entrevista dió muestras de una estupenda lucidez, de la que no se resentía en absoluto haber cumplido casi los noventa años. Se refirió en ella a muchos otros temas, tratados con excelente cordura y mano izquierda. Se podrá estar o no de acuerdo con algunas de sus ideas, pero será difícil no coincidir con el talante. Un hálito de sensatez, inteligencia, y firmeza en las convicciones recorría la entrevista, y se transmitía desde la pantalla.

La preocupación del Gobierno del Presidente Rodríguez Zapatero por desempolvar las tensiones de una guerra incivil que volvió al hermano contra el hermano, alimentada desde principios que hoy no se comparten, es un error. Prácticamente la totalidad de los españoles vivos en la actualidad no ha participado en la guerra civil, y, la mayoría, ni siquiera han padecido sus consecuencias. La contienda ni siquiera es un episodio estudiado en los libros de Historia, porque el desinterés por lo que ha sucedido en el pasado es patente, y el contagio afecta incluso a lo que está sucediendo en el presente.

La redacción de la Ley ha suscitado, como no podía ser menos en este país de personas imaginativas e individualistas, todo tipo de sugerencias, apostillas y críticas. Unos quieren apelar específicamente a los crímenes concebidos contra la religión católica, otros recuperar indemnizaciones económicas contra juicios sumarísimos -además de injustos-; a éstos les encantaría anular sentencias; aquellos quieren hacer borrón y cuenta nueva de una vergüenza histórica que afectó a sus padres, abuelos, tíos, o antepasados de variados niveles de relación familiar...

Muchos familiares de las víctimas, más directos  y pragmáticos en una posición, ésta sí, completamente asumible, lo que desean simplemente es que los restos de sus feudos sean exhumados de los lugares en donde fueron fusilados, identificados en lo posible y trasladados a panteones adecuados.

La Ley tiene ya pocas posibilidades de salir adelante, a punto de agotarse el período mínimo para presentación de nuevas propuestas legislativas antes de las elecciones generales de marzo de 2008, pero ha dejado su huella. Ha reabierto la polémica sobre algo que, aunque no está olvidado ni debería olvidarse, si estaba superado: la capacidad del ser humano para hacer daño, mucho daño al otro, por no importa qué ideales, bajo no importa qué pretextos, alimentando el odio contra su próximo, para arrebatarle tal vez su posicióny  su hacienda o borrarlo del mapa por el placer de vencerlo para siempre.

Muchos de los que lucharon en uno y otro bando no tenían claro porqué luchaban, ni tuvieron elección para elegir. Los que dirigieron la contienda, la iniciaron o la continuaron, los que buscaron o no alianzas internacionales, los que defendían el orden establecido o pretendían derribarlo, lanzando a la muerte a enfervecidos partidarios de repúblicas, religiones, monarquías, órdenes, igualitarismos, acracias, ésos, tal vez sabían lo que querían. Pero están ya muertos y no podemos preguntarles directamente qué pretendían, o juzgarlos de sus supuestos crímenes en un juicio democrático, abierto, purificador. 

Pero hay otra enseñanza: los que sobrevivieron en el bando que se declaró vencedor, ya nos expresaron ...¡durante cuarenta años!... sus objetivos, y todos pudimos comprobar que las adhesiones al grupo de los vencedores se multiplicaron a medida que pasaba el tiempo. Interesadas o despreocupadas, obligadas o libres, ignorantes o conscientes, la realidad retejió su malla de interrelaciones, protegiendo el Régimen fascista (por cierto, adulterado con el paso de los años), consolidando situaciones de favor contra la que solamente unos pocos se rebelaron. Y ni siquiera estos descontentos consiguieron derribar al régimen, que murió por sí solo, de puro agotamiento.

Así que la recuperación de la memoria histórica, corre el riesgo de ser histérica, y, desde aquí nos apuntamos simbólicamente a la petición de una Ley del olvido histórico.