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Al Socaire de El blog de Angel Arias

El Club de la Tragedia: Petrificación del Paradigma

No será la primera vez, ni la última, en que profetas, iluminados o gentes intencionadas -para bien o para mal- nos hablen de que estamos en el inicio de un cambio de paradigma, o de que necesitamos un cambio de paradigma o, incluso, de que no tenemos paradigma.

El empleo de esta palabra ha saltado desde las aulas en las que se estudia retórica o gramática al micromundo de las ciencias sociales. En la nueva convención de significados atribuídos por el mal-uso reiterado de una palabra, paradigma es -aunque la RAE no ha tenido tiempo a recoger la acepción, lengüi-colgante tras los continuos hallazgos populares de vocablos- "modelo, esquema de actuación, criterio de base con el que se enfoca el deseo de obtener un fin determinado".

Salvando las posibles divergencias en cuanto a lo que se debe entender por paradigma (vacua discusión, sin duda, para los que agnósticos del tema), mi opinión, que confirmo casi a diario con observaciones empíricas, es que, si hubiera algún interés en poner un nombre a nuestra evolución como especie, -en aquello que no está determinado por la naturaleza-, tendríamos hablar de la persistencia del paradigma o, más propiamente, de su petrificación o fosilización, desde aquel momento en que un homínido, como enfatizó Hegel, puso unas estacas en un suelo y proclamó: "esto es mío".

Desde esas profundidades de los tiempos que nos interesan a los seres humanos, el paradigma no ha cambiado.

Nuestros criterios, esquemas y modelos no solamente no se han modificado, sino que no pueden cambiar, porque colectivamente carecemos de la capacidad de generar propósitos comunes, universales. Si analizamos separadamente lo que mueve a los grupos, encontramos intereses muy variados y, en ocasiones, claramente yuxtapuestos, inconciliables. Esa diversidad está en nuestra propia naturaleza.

No importa quién quiera organizar al grupo humano, cómo lo haga, por cuanto tiempo. Cuando el grupo opositor al que detenta circunstancialmente el poder tenga o alcance una masa crítica -lo que dependerá de las circunstancias y de su capacidad para amedrentar a los demás, particularmente a los que poseen la batuta-, esos elementos antagónicos crecerán en entidad, impidiendo, en los períodos pacíficos, que los problemas de la convivencia se resuelvan, enquistándose, salvo que resuelvan de farma natural.

La Historia de la Humanidad presenta ejemplos en los que un grupo se ha constítuído en dominante de los poderes fácticos y ha impuesto su criterio durante cierto tiempo, -por supuesto, siempre mediante una guerra, revolución o revuelta sangrienta-. Pero siempre la facción derrotada ha conseguido, a la larga, recomponerse, destruyendo, cuando consigue o recupera el poder, la mayor parte de lo conseguido en la dirección que consideraban equivocada.

Vivimos en España un momento -nada apasionante- de clara demostración de la resistencia a cambiar de paradigma, aunque el pedacito de paradigma que nos toca resolver sea de tamaño minúsculo: ponernos de acuerdo para salir de la crisis, aportando todos y cada uno el máximo de resolución, capacidad y esfuerzo (económica, intelectual, técnica, laboral, etc.).

Coincide, a mayor escala, con la observación de otras renuencias, que afectarían a posturas enclavadas a niveles más profundos en la naturaleza humana. No las enumeraré, pues son fáciles de descubrir cuando se reflexiona sobre lo que debería ser y lo que está siendo: ligadas a la solidaridad, la protección ambiental, el reparto equitativo de la riqueza, el respeto a las individualidades, el acceso general a la educación o la sanidad, etc.

La ausencia de voluntad para retocar el paradigma que nos ha guiado hasta aquí -y que concreto como la concesión de total primacía a los intereses individuales o de los grupos dominantes sobre las necesidades de los demás, procurando perpetuar la desigualdad- aflora con solo rascar un poquito en la pomposidad de las palabras con las que se oculta el egoismo de nuestra especie, plasmado con magnífica rotundidad en esta frase mítica: "Primero yo, y los demás, que arreen".

 

 

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