Propietarios y fructuarios
Para designar todas las formas posibles de abarcar la propiedad, y sobre todo, la posesión y disfrute, de cualquier bien estimado por el ser humano, nos encontramos, y no solo en el terreno juridico, con una amplísima relación de términos que desvelan la importancia de la cuestión.
La materia estará siempre de actualidad, y se verá sometida a presiones dinámicas, porque las colectividades evolucionan, no ya en el aprecio o valor de los distintos bienes, sino también en las garantías, derechos y obligaciones que están dispuestas a conceder a los propietarios o poseedores de algo y a sus usuarios, legítimos u ocasionales.
No me metería en este barrizal, y menos en mi condición de abogado, sino fuera para llamar la atención acerca de la debilidad en la que hemos colocado legalmente a los propietarios, en beneficio, no de los legítimos o razonables usuarios, sino de la colección de aprovechados, advenedizos, ladronzuelos (por ser benigno en la denominación), ocupas, desastradores, etc., que se nos han colado, por las puertas de la tolerancia, el desbarajuste legal, la permisividad y la creciente incompetencia del estado de derecho para garantizar tanto la ordenada posesión como el controlado disfrute de lo valioso.
A un lado de la balanza, situaríamos, por supuesto, a los titulares registrales y consuetidunarios de bienes inmuebles, a los accionistas de empresas, a los poseedores -por adquisición, donación o buena fe- de bienes muebles, y, naturalmente, a la colectividad misma como detentadora del derecho de propiedad sobre muchos elementos comunes que nos son imprescindibles para la vida o que no debieran pertenecer individualmente a nadie porque los necesitamos todos(ambiente, agua, naturaleza, etc.).
Al otro lado de la cuestión, pondríamos a arrendatarios, empleados, llevadores, parceros, usufructuarios, precaristas, servidores, etc., disponiendo de un contrato, título, o manifestación de tolerancia por parte del dueño para el disfrute de la propiedad, y que, en general, actúan -como entiendo que debería ser la norma y no la excepción-, como colaboradores eficaces en su mantenimiento o rentabilidad.
Pero, precisamente por el valor que hay que conceder a la propiedad, no deberíamos olvidarnos de los ladrones, usurpadores y aprovechados de toda condición, entremezclados (mirado desde el ángulo inverso) con desposeídos, inejercientes, incapaces de sostener o acreditar la propiedad de lo que debería ser suyo, así como ignorantes o expropiados o limitados legalmente de su condición de propietarios, entre otras formas que podríamos caracterizar como anómalas o distorsionadas de poseer y disfrutar.
Todos -los sensatos, entre los que el lector supongo que admitirá nos situemos ambos- estaríamos de acuerdo que no es un tema baladí y, por ello, en torno a los asuntos de propiedad se ventilan una parte sustancial de las preocupaciones de la mayoría de los seres humanos y por su causa se plantean no pocos litigios.
Así ha sido desde el comienzo de nuestra Historia: guerras, disputas, expolios, trampas, asesinatos, pactos, etc., aparecen repetidamente alrededor de elementos (muebles, inmuebles, animales, incluso ¡personas!) cuyo control se valora como interesante, movilizando a quienes no lo tienen frente a los que se ven en la necesidad de defenderlo.
España ha ido desarrollando, al abrigo amplio y un tanto melifluo de la Constitución de 1978 y su desarrollo como estado social, una teoría atractiva de las limitaciones de algunos propietarios, relacionada con las obligaciones sociales de esa figura, y, en consecuencia nada trivial, se han ido reduciendo los derechos de quien es titular del bien, incrementando en algún caso sus deberes hasta límites insostenibles.
Hay que recapacitar sobre las consecuencias prácticas de la debilidad en que se ha situado a los propietarios, que ha hecho menos atractiva, con tremendas consecuencias prácticas -negativas-, esta calificación.
En otras ocasiones, he llamado la atención respecto al abandono de casas, bosques y terrenos, faltos de rentabilidad para sus propietarios y cuyo abandono está en la raíz del feismo de no pocas parcelas urbanas, la falta de cuidado que protegería nuestros montes del riesgo de incendio (natural o provocado), o la improductividad de grandes extensiones que podrían ser agrícolas y son eriales.
Quisiera hoy también referirme a los inquilinos que no solamente no pagan los arriendos convenidos sino que maltratan la propiedad de otros, a los usuarios de bienes públicos que -con el argumento viciado de que otros tienen la obligación de cuidarlos- deterioran parques, mobiliario urbano, ríos, monumentos, etc., a quienes se amparan en el anonimato o en el descontrol para adulterar, quemar, deshacer, y hasta destruir, propiedades ajenas.
Nuestro estado de derecho protege, por omisión o por indulgencia injustificable -alimentada también por una tremenda dilación y falta de autoridad en castigar a los infractores-, a los delincuentes contra la propiedad.
Se olvida así que, además del derecho del propietario -público o privado- a que se respete el bien que está en el mercado o a disposición del usuario con el que se relaciona por contrato, disposción legal o permisividad, existe el deber de éste a conservar, sin causarle deterioro, de aquello de lo que se encuentra en posesión circunstancial.
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