Lo que va de Viva la Pepa a Vivan las Cadenas
No estamos para muchas celebraciones, pero el 19 de marzo de 2012 no era cuestión de dejar pasar la oportunidad de conmemorar el bicentenario de aquel momento en el que unos cuantos españoles, reunidos en Cádiz, reconociéndose monárquicos -fieles a un Rey huído y a un infante raptado-, con un pueblo en lucha contra un vecino todavía más envidioso que envidiable, sufrieron el sueño de redactar unas normas generales que dieran más poder a los que no venían alardeando de privilegios de la sangre.
La Historia española del siglo XIX es una enciclopedia en sí misma del carácter hispano, y, cuando vuelva a parecer interesante a los que deciden los planes de estudio, enseñar a los educandos de dónde venimos para que puedan decidir, cuando se hagan mayores, adónde ir (sin que les cieguen los cantos de sirenas y pelotudos), será muy útil como guía de saberes y entendederas.
Uno de los que escribió la Constitución de 1812 (La Pepa, por la fecha en que se aprobó y porque, cuando volvió el Rey Deseado Fernando VII y la abolió, estaba prohibido referirse a ella y dicen que se la dió ese sobrenombre para no acabar en chirona), fue Martínez de la Rosa, un catedrático de Filosofía Moral, escritor, moderado en el pensar, y buen componedor, por lo que mereció pasar a la Historia con el sobrenombre de Rosita la Pastelera y pasó varios años en la cárcel, por orden de Su Majestad.
Al pueblo español nunca le gustó, en realidad, lo de la libertad, en particular, aquella que se le concede por la gente que conoce y de la que sabe sus debilidades. Prefiere las cadenas, la sumisión, el rendimiento que cabe esperar de quien hace la pelota a alguien que está por encima de las cosas de este mundo, porque su poder venga de Dios, o de la tradición, o de los siglos de los siglos.
Apenas si tardaron dos años nuestros antecesores en la fe en aplaudir la abolición de aquella peligrosa Constitución, surgida de las mentes de tipos estudiosos, sí, pero normales, que procedían de familias de las que era difícil conocer más de un par de ramas de su árbol genealógico, y de los que, por tanto, había que desconfiar.
El 4 de mayo de 2014 se cumplirán doscientos años de la derogación, por Fernando VII, de aquella elucubración peligrosa por la que se recortaban los poderes absolutos de la monarquía, con una prudencia que hoy nos parece timorata. El pueblo aplaudió entusiasmado, escriben las crónicas, la abolición de aquella Constitución (que tendría otros dos cortos períodos de vigencia, posteriormente), con un grito espeluznante: "¡Vivan las caenas!".
Algo habrá que imaginar para, cuando llegue ese momento, mover a la reflexión a la España otra vez adormecida, siempre navegando entre las aguas de una seudolibertad nunca asumida como capacidad para el ingenio y la seguridad de las cadenas, interpretada como fórmula segura de ahuyentar a los malos espíritus de la inteligencia.
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