Momento estelar para las risas
La comicidad de un payaso tiene un imprescindible punto de enlace con el espectador.
Nadie se ríe en estos tiempos -salvo que le paguen por hacerlo, o porque su coeficiente mental y su emotividad estén lindantes con esa franja delicada en la que o le nombran algo importante o le recluyen- por ver a un tipo con enanismo caerse por una escalera, o porque alguien con cara de estar improvisando diga caca, culo o pis o recupere palabras que hace nada no estaban en los diccionarios para adolescentes.
A salvo de circunstancias explosivas, en las que es imposible, por encontrarse dentro de un núcleo de absurdo, contener la carcajada y evitar que se le salten a uno las lágrimas y se anulen las alarmas de la seriedad, el que escucha los temas preparados para unas risas tiene que estar predispuesto a dejarse sorprender, a entregarse a lo que se le cuenta -esto es, tiene que saber que está allí para reirse- y, además, debe tener una situación personal de cierto desequilibrio, de desorientación.
Te ríes, en fin, porque quieres reirte, porque lo necesitas como comer.
Nadie se ríe si está actuando desde el dominio de la situación, ni va a desternillarse con sus propios chistes (aunque siempre hay imbéciles que actúan de clá de sí mismos, y, dentro de ellos, no faltan quienes son incapaces de verse desde fuera de su ego y se preparan para ese momento de sobremesa en que o se vuelve al trabajo o se hace escarnio de las presuntas miserias del prójimo, que dan la pista de las debilidades del que cuenta).
Si un tipo serio, en un discurso provisto de empaque, se ve interrumpido por un espontáneo, o le comunican al oído una noticia soprendente, tiene que asumir de inmediato la situación antes de que adquiera más tamaño y destrozarla. O, con el tiempo, causará risa.
Ahora, pasado el tiempo, resulta gracioso ver a Bush jr. poniendo cara aún más de despistado cuando le soplan al oído que ha habido un atentado en las torres gemelas, incapaz durante un largo intervalo de desconectarse de la vista a la escuela infantil en la que estaba pasando el rato. Pero solo porque sabemos que no hay peligro en reirse, porque lo malo ya pasó y lo que vemos no tendrá consecuencias.
No parece gracioso, por el contrario (todavía), ver en estos días al presidente Obama disurseando sobre la tensión prebélica con Irán, y reaccionando ante el grito de una exaltada del público con un: "¿Quién está hablando de guerra?".
He leído que estos años de crisis son momentos estelares para los cómicos, y que la gente acude a los teatrillos en donde actúan y se apega a los programas de televisión en donde se anuncian risas, como nunca.
Algo no me encaja. Porque no estamos todavía en situación de reirnos, ya que estamos entre la polvareda y los disparos y las caídas del caballo de la batalla. No se si esos que ríen o quieren reir es porque ya lo dan todo por perdido y asumen que nada peor les puede pasar, o es, simplemente, porque han interpretado -erróneamente- que su vida real es también una representación y que, en cualquier momento, alguien aparecerá en el escenario de sus vidas para anunciar que la función ha terminado.
¿Quién está hablando de crisis? ¡Me troncho!
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