Para troncharse
Cuando percibió que estaba despierto, recogió las gafas de la mesita y leyó la relación de actividades del día. Llevaba quince meses parado pero nunca le habían faltado oportunidades.
Tenía la opción de acercarse a primera hora al Palacio Real para ser testigo de cómo se les gritaba "chorizos" y otras lindezas a los miembros de la Familia más distinguida de España (ya que le quedaba algo lejos el Juzgado número tres de Palma de Mallorca, en donde se estaba tomando declaración, por segundo día consecutivo, al único yerno remanente del posiblemente último Rey de España, por su presunta evasión de impuestos, malversación de dineros públicos y quizá algo más). Podía incluso, para dar mayor credibilidad a su pacífica protesta, llevar una bandera republicana, ya algo ajada, que sacaba a pasear cada 14 de abril y 12 de octubre, junto con un grupo de ancianos nostálgicos, separatistas catalanes y jóvenes radicales.
Otra posibilidad sería irse hasta la plaza Mayor de Madrid, en donde estaba convocada la enésima manifestación de apoyo incondicional al juez Garzón, ex-secretario de Estado de Justicia, especialista en granjearse enemistades inquebrantables, expulsado de la carrera judicial -¡al fin!- por haber investigado con astucia punible la forma en que, con la sagrada protección del derecho a la defensa, unos presuntamente honrados ciudadanos organizaban la ocultación de algunos de sus bienes al embargo judicial.
Le atraía, claro, incorporarse a la concentración de sindicalistas, desempleados, amenazados de despido y amedrentados en general, para protestar contra el urgente decreto que, con la encomiable intención expresa de crear empleo, había aligerado con rotundidad las ya altas opciones para poner de patitas en la calle a cualquiera que no consiguiera hacer rentable la empresa en la que trabajaba. Pero pensaba que era mejor reservarse para la huelga general que había anunciado expresamente el presidente de Gobierno, Sr. Rajoy, a sus colegas europeos.
Había una estupenda opción de adherirse a la repulsa unánime, expresada con toda contundencia y por los cauces precisos, contra la desgarbada actuación policial en Valencia, en donde se habían molido a palos a unos pacíficos estudiantes de bachillerato, amigos, que no enemigos, del orden, aunque excepcionalmente hayan visto sus deseos reforzados por algunos extremistas especializados en quemar contenedores inservibles y romper lunas de coches con la tercera itv pasada, que solo pedían que se encendiera un par de horas la calefacción para que se descongelaran los grifos de los lavabos.
Otra opción sobre la que, dado su inmenso atractivo, era imposible quitar de ella un ojo, e incluso los dos, era acercarse a la embajada israelí ataviado con un pañuelo anundado al modo palestino y denunciar el peligro inminente de la anunciada invasión de Irán, preludio sospechoso del inicio de la tercera guerra mundial, a pesar de que el programa de colaboración venezolano-iraní se encontraba en un impás (¿se escribe así?) por la inesperada reproducción del tumor inguinal del presidente Chaves.
Sucedió, sin embargo, que cuando estaba preparándose la tostada para el desayuno, y mientras escuchaba la radio, le llamó una amiga que lo invitaba a irse al parque del Retiro, en donde estaba anunciado para hoy un mítin de Javier Arenas, candidato a presidente de la Junta de Andalucía, que prometía desvelar todos los tejemanejes entre los gobiernos socialistas y el empresariado andaluz.
Y, proclive, como era, a las emociones fuertes que él mismo fabricaba, liquidó de un sorbo el café, salió a la calle, compró en el kiosko habitual el último número del prestigioso diario Público, víctima de un voluntarismo fracasado, que se ofrecía hoy, gratuitamente, con La Razón y El País, y se fue de excursión -estrictamente solo- a la Pedriza, en el cuatro por cuatro que estaba pagando a plazos gracias al subsidio del paro, que aún cobraba, gracias a un chanchullo, a hacer parapente.
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