Sobre la elección del catalán, el euskera, el serbio, el croata o el bosnio como idiomas universales
Tenemos la fundada sospecha de que el asunto de la torre de Babel no se presentó como nos lo cuentan, porque ni siquiera un pueblo industrioso como el proto-judío, cuyo sano juicio colectivo podrá ponerse en duda, pero no su pragmatismo, encontraría ánimos para proponerse realizar una edificación tan alta como para llegar al cielo, o sea, a Dios (a lo más que han llegado, y con tecnología actual, es a levantar un muro de varios metros para separar la franja de Gaza).
Más tarde, por cierto, osarían incluso a hacer venir a la divinidad a visitarlos.
Si la diferenciación lingüistica hubo de surgir de un solo pueblo, -mera hipótesis, refutada con cada hallazgo de restos fósiles, dispersos por todo el planeta- lo más probable es que un subgrupo, pretendiendo salvaguardar sus intereses -bien como casta dominante o dominada- se inventara una forma de hablar que el resto no entendiera. Así podían maquinar lo suyo dejando a los demás in albis.
Centrando el tema. El día 11 de septiembre es memorable por varias razones, y en Catalunya lo es desde 1980, en que se decidió celebrar -es un decir- la derrota de Barcelona, defensora de los derechos sucesorios, al fallecimiento de Carlos II, de un colateral de la rama de los austrias, también llamado Carlos (y que fue reconocido allí, en la fiel región aragonesa del pí de las tres brancas como "Carlos III"), ante las tropas del rey borbón Felipe V, en 1714.
Esa fiesta se conoce como la fiesta de la Diada por los catalanes y es considerada, por razones que pueden estimarse traídas por los pelos, como exaltación de la independencia y la unidad interna catalanas.
El futuro de los pueblos se teje con hilos misteriosos y lo que, en su época, resultaba meridianamente claro para los valientes que se oponían a la injerencia francesa por la vía de incrustar en la jefatura del Estado a un rey borbón, -"combatimos por toda la nación española", diecía Antonio de Villarroel, general del ejército catalán-, hoy, para los devotos de la Historia adulterada y nostálgicos del barullo ideológico, ha devenido en una fiesta de carácter independentista.
Una fiesta en la que tirios y troyanos, buscando el voto a base de aparecer en la televisión, dan cancha a que unos cuantos vociferantes defiendan el derecho anticonstitucional de Catalunya a separarse de España -pronúnciese la palabra con énfasis-, asimilándola a Castilla, que es como decir, restodelEstadoespañol.
Hilando más fino. Cuando una facción de un pueblo quiere señalar su diferencia, como ya dejamos indicado, debe disponer de una lengua propia: si aún no la tiene, es forzoso que haga lo imposible por inventarla. Si la tiene y no está adecuadamente normalizada, deben sus jerifaltes sacar dinero hasta debajo de las piedras (de otros) para ordenar a estudiosos lingüocreativos que la estructuren, pulan, completen y abrillanten, logrando al cabo que se enseñe a golpe de látigo y zanahoria en las escuelas, sirviendo como prueba de dificultad para conseguir luego un trabajo.
El fenómeno de la diferenciación lingüistica es contrario, por supuesto, a la globalización.
El pueblo eslavo ha dado, en los tiempos modernos, un ejemplo de beligerante arcaicismo, consolidando la diferenciación entre tres lenguas que quienes no estén al tanto de matices con causa política pudieran tomar por una sola verdadera: serbio, croata y bosnio.
Debiéramos saberlo de memoria. Asimilar lengua a cultura, y ésta con nacionalidad, es una construcción ficticia. La cultura es un elemento dinámico, muy activo, inabarcable para un solo ser humano o uno de sus subgrupos, porque es extremadamente compleja y se nutre de avances y retrocesos, de aciertos y errores.
Por eso, la cultura que interesa más es la que se hace, la que está viva, la que, por eso, se puede proyectar hacia el futuro. De la del pasado, no es importante la que se arrastra, sino la que nos ha conducido hasta aquí, si es que ha servido para hacernos más libres de cargas ideológicas cerriles, más próximos al resto de la Humanidad con la que compartamos ética y voluntad de avanzar conjuntamente, respetando la pluralidad, pero ahondando en lo que nos es a todos común.
Concluyendo, pues: no es importante el idioma que hables, sino los que puedas escuchar, porque eso determina tu capacidad para entender al otro. Al fin y al cabo, no es tanto lo que tengas que decir lo que te hace interesante, sino tus posibilidades de incorporar, para hacerlo mejor, lo que los otros saben, cuanto más mejor.
Si el catalán, el euskera, el bosnio,...y cualquier otra lengua minoritaria de las que sus parlantes defienden que son cultura y elemento diferenciador, fueran elegidas como idioma universal, no tendríamos el menor inconveniente en aprenderlas.
Como no lo son, ni lo serán nunca, debemos exigir a los que se empecinan en que conocerlas es parte indisociable de la cultura y la nacionalidad, no engañen a sus víctimas tanto como para que no les aconsejen saber a la perfección, por lo menos, otra u otras lenguas, para que, mirándose el ombligo, queden para siempre desconectados del resto del mundo.
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