Sobre los buenos guiones para películas
No hemos comentado otras veces acerca de las películas que están en la cartelera. Omisión imperdonable, porque nos gusta -nos entretiene, nos enseña- el cine y nos seduce el lenguaje cinematográfico.
Una buena película es la combinación virtuosa -esto es, nada fortuita- entre un buen guión, una dirección y fotografías acertadas y unos cuantos actores metidos con credibilidad en el papel que se les ha asignado. No hace una buena película la publicidad masiva, aunque se la emponzoñe con mensajes engañosos.
Las cosas son como son, y aunque el tiempo afecta sustancialmente al factor sorpresa, creemos en la coincidencia básica de criterios respecto a lo que es una buena o una mala película, si se emiten los juiicios libremente.
La reciente obra del excelente director español Amenábar, "Agora", nos da pie para realizar algunos apuntes, que empezamos con un mensaje: hay que verla. Es la peli que ha hecho el primero de la clase, el matrícula. Sabe todo sobre trucos, efectos, movimientos de cámara.
Pero seguimos con otro: no es una buena película.
Agora es una obra de arte frustrada. Amenábar se ha empeñado en una obra con escenarios grandiosos, movimientos de masas importantes, pero la ha adobado en un mensaje dogmático excesivo, petulante, y, al final, fatuo, que hace que la película se le vaya por múltiples lados.
Nada que ver con las delicadas producciones del gran John Huston -ni con la pretenciosa La Biblia, a la que se asemeja, en la que el mayor culpable fue Dino de Laurentiis, o las impitaciones del Ben Hur de William Wyler. Anda más cerca en concepto visual de las adaptaciones de El señor de los anillos, de Peter Jackson, pero a años luz.
Amenábar ha sucumbido ante la idea de realizar una obra inolvidable, y se le nota demasiado la pretensión, que queda anegada por fallos evidentes. Ha combinado demasiados elementos gráficos en una sola obra, convirtiendo a la masa en protagonista y dejando a los actores sin espacio, y a la película sin argumento.
Salvo Raquel Weistz, los demás actores no tienen papel. Sobresale, desde luego, el esfuerzo de Oscar Isaac, embutido en un Orestes incongruente, apocado, insulso. E incluso el guión de la propia Raquel -magnífica en su interpretación de lo que sea, llenando la pantalla con un rostro vital, aunque diciendo tonterías y pasmándose ante lo evidente- se sostiene con muchas debilidades, a base de su profesionalidad, de su especial sensibilidad. .
En conjunto, Agora es una pretenciosa fantasía fílmica. Al faltarle suficiente argumento, no se consigue alcanzar en ella la viveza y la fuerza prescindibles para perfilar adecuadamente los personajes, que parecen figuras propias de un juego de ordenador para adolescentes, nada convincentes, recitando sus frases desencajadas, en general, del contexto o sin carga dramática, que se confía a las escenas posteriores o anteriores. Por ello, los actores se mueven como zombies por la película, sin posibilidad de expresar sus sentimientos, a pesar del uso de los primeros planos.
Y cuando la dirección pretende que algunas de las caricaturescas inflamas verbales deben haber servido para justificar el arrastre de masas de los respectivos fieles, esos movimientos fanáticos, carentes de real justificación doctrinal, confieren a la escena un aire de panfleto que mueve a risa más que a la reflexión.
El universo en el que se mueven las gentes a las que no se ha dado protagonismo está, además, vacío, es inexistente, aparecen de cartón piedra: no viven cuando salen de la pantalla. Cuando se retiran de ella, se les supone comiendo sus bocadillos de chorizo y sardinas.
Lástima de la falta de coherencia, de un guión más trabajado, de menos dogmatismo y más sutilidad y fuerza de convicción. Porque el despliegue -se advierte desde las primeras imágenes- es magnífico, costoso, arriesgado. Suponemos que Amenábar y los que arriesgaron su dinero con la película habrán tenido asesores. No les han asesorado bien, porque debieron aconsejar que el guión fuera más trabajado.
La película se cae, en fin, y muy pronto. Se mantiene la curiosidad, no por lo que se cuenta, sino por el cómo, pero la apuesta general es fallida. La insulsa repetición del soporte ideológico, -el anticatolicismo frontal, ridículizándolo, -ni siquiera un inteligente agnosticismo que la hubiera aproximado más al espectador moderno- empaña las intenciones y mensajes.
¿Cuál es la historia? ¿Qué se nos cuenta, con qué se nos quiere impresionar o divertir?¿Cuál es el eje del relato? ¿Se pretende hacernos cómplices de una mujer maravillosamente carnal, (Amenábar desnuda en dos ocasiones a la estupenda Raquel) pero con ideas de cartón piedra, de la que solo sabemos que está obsesionada hasta la enajenación por entender algo que cualquier niño actual conoce hasta por ciencia infusa?
Los hipotéticos conflictos ideológicos, de base religiosa -ni más ni menos, que la confrontación entre paganismo, cristianismo, judaísmo y agnosticismo- están tan débilmente preconstruídos que solo sobresale la intención de dañar a una religión, la cristiana, y la opción que sale robustecida, paradógicamente, es el paganismo.
Por no hablar de los errores históricos, geográficos o respecto a los libros sagrados, pero eso ya no es culpa de Alejandro Amenábar.
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