Sobre la recuperación del casco antiguo de las ciudades
La mayoría de las ciudades europeas guardan en su seno, como pétreas matronas, maravillosos recuerdos de su historia. La belleza de las construcciones arquitectónicas no ha de encontrarse en superficie, sino en el subsuelo.
Las razones de esta situación son muy variadas. Generalmente estos restos de la ciudad que han quedado sumergidos en el terreno provienen de la tradicional desidia de sus habitantes. También del olvido, producido por el desprecio secular a lo que hacen los demás y la persistente ocupación en batallar con los vecinos o con los de dentro.
Después, está la falta de imaginación de las nuevas generaciones de arquitectos para conservar algo del pasado y, en general, para crear algo de verdadero valor. Los edificios han de ser sólidos, aguantar durante veinte o treinta años sin caerse y, sobre todo, han de ser baratos. Es conocido que las filigranas arquitectónicas encarecen innecesariamente el producto final.
Al fin y al cabo, una casa es un tejado y cuatro postes que lo sostengan.
Por eso, cuando, por cualquier motivo especial -subvenciones del Gobierno central, por ejemplo-, el Consistorio toma la decisión de realizar un aparcamiento subterráneo, que se deben construir preferentemente en el centro de las ciudades, para que se pueda acceder con el coche hasta el mimso cogollo comercial del núcleo urbano, existe una gran probabilidad de poner al descubierto un resto del casco antiguo.
Puede ser un trozo de muralla, una base de iglesia, un pilar de convento, un hueso de mamut o de literato principal, hasta un paño de mosaico de época increíblemente remota.
Entonces, con las tripas de la ciudad parcialmente al descubierto, la población aprenderá al de su pasado, se abrirá un debate fructífero sobre el paso inexorable del tiempo, y se sacarán a la luz algunas de las piedras de inmenso valor.
Las gentes tendrán así el intenso placer de creer que esta es la forma de recuperar su pasado y, embutiendo el hallazgo en una construcción de metacrilato, podrá dedicarse a seguir destruyendo, reconfortada, las huellas de inteligencia del presente.
Las razones de esta situación son muy variadas. Generalmente estos restos de la ciudad que han quedado sumergidos en el terreno provienen de la tradicional desidia de sus habitantes. También del olvido, producido por el desprecio secular a lo que hacen los demás y la persistente ocupación en batallar con los vecinos o con los de dentro.
Después, está la falta de imaginación de las nuevas generaciones de arquitectos para conservar algo del pasado y, en general, para crear algo de verdadero valor. Los edificios han de ser sólidos, aguantar durante veinte o treinta años sin caerse y, sobre todo, han de ser baratos. Es conocido que las filigranas arquitectónicas encarecen innecesariamente el producto final.
Al fin y al cabo, una casa es un tejado y cuatro postes que lo sostengan.
Por eso, cuando, por cualquier motivo especial -subvenciones del Gobierno central, por ejemplo-, el Consistorio toma la decisión de realizar un aparcamiento subterráneo, que se deben construir preferentemente en el centro de las ciudades, para que se pueda acceder con el coche hasta el mimso cogollo comercial del núcleo urbano, existe una gran probabilidad de poner al descubierto un resto del casco antiguo.
Puede ser un trozo de muralla, una base de iglesia, un pilar de convento, un hueso de mamut o de literato principal, hasta un paño de mosaico de época increíblemente remota.
Entonces, con las tripas de la ciudad parcialmente al descubierto, la población aprenderá al de su pasado, se abrirá un debate fructífero sobre el paso inexorable del tiempo, y se sacarán a la luz algunas de las piedras de inmenso valor.
Las gentes tendrán así el intenso placer de creer que esta es la forma de recuperar su pasado y, embutiendo el hallazgo en una construcción de metacrilato, podrá dedicarse a seguir destruyendo, reconfortada, las huellas de inteligencia del presente.
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