Sobre la rivalidad entre el goce sexual y el intelectual
No existe, como es conocido, acuerdo entre la forma de excitar al máximo el placer ligado a la comida. Hablamos, por supuesto, de la relación del hombre con los platos elaborados, no con el alimento; es decir, de la sensación que provocan las cosas de comer cuando se encaminan, detectadas convenientemente por todos los sentidos, hacia estómagos sin más hambre que la justa, y coordinados por cerebelos satisfechos.
En unas latitudes, la tortilla de patata (con o sin cebolla) o los calamares en su tinta, figuran entre las cumbres preferenciales. Avanza uno algunos pasos, y se encuentra con que hay individuos que se hincan de rodillas ante una buena cabeza de cordero a la que no le falten ni los sesos ni los ojos vacuos o unas habichuelas picantes a rabiar y enmascaradas con chocolate sobre unas tortas de harina de maiz.
Hay, por lo demás, algunos iluminados que quieren convencernos de que los platos tradicionales admiten unas cuantas vueltas de creatividad y sazón, si se presentan en plato grande y espolvoreados con otras especies además del perejil, el hinojo y la albahaca.
Existe, por el contrario, pleno acuerdo con los placeres del sexo, porque tanto quienes lo han probado como los que no, coinciden en que la relación con otro connivente en intercambiarse humores y tocatas es lo mejor que está inventado. Incluso mentes privilegiadas, en principio, legas en la materia, lo han elevado a la categoría de pecado mortal, susceptible de merecer las eternas penas del infierno, si se practica de ciertas formas y con otras gentes salvo el/la legítim@ -vaya nombre-; puede ser pecado susceptible de ser cometido hasta sin practicarlo, si no recordamos mal: solo el propósito ya merece culpa si se desea prenda ajena.
Al grano, pues. ¿El placer intelectual, en qué lugar se encuentra?. La primera apreciación que se le ocurre a cualquier interpelado es que no resultan comparables. Son peras y manzanas, velocidad y tocino. Porque lo intelectual está ligado a la subjetividad:hay quienes disfrutan leyendo un libro y quienes escribiéndolo, aunque no lo lea nadie. Hay quien se transmuta ante un paisaje tropical y quien se pasa días mirando las evoluciones al destapar un hormiguero. Etc.
Y es que, además, uno se puede dispensar un placer al intelecto sin necesidad de preparación: no hay que gastarse dinero en invitaciones, ni insistir en hacer fallidas llamadas telefónicas, ni se debe aguardar la ocasión a que la pareja deje el campo libre por haberse ido de viaje con la empresa. Te vas a un museo o al Botánico o eliges entre las ofertas de la cartelera y ya tienes montada la posibilidad de un orgasmo de meninges.
Con riesgo, desde luego, si has confiado en lo que opinó el vecino sobre la creación artística de un tercero, que bien puede parecerte el mayor bodrio de tu vida. Pero es que te puedes escapar a los cinco minutos, y nadie se va a quedar dolido por este interruptus, salvo quizá algo tu bolsillo.
Pero si se analizan de forma distendida, se encontrarán similitudes entre los placeres sexual e intelectual y, en especial, en el método para alcanzar el climax. Hay que prepararse para ser experto, y tal vez años: cultura se llama por un lado, práctica por otro. Hay que desearlos, para disfrutarlos más. Se aprecia más lo que ha costado que lo que te regalan.
Aunque lo ideal sería compartirlos, ambos tienen vida en solitario, a dúos o incluso en multitudes. Se puede seguir a los expertos, pero, sobre todo, es mejor dejarse guiar por la propia experiencia. Me gusta, no me gusta, es el juicio mayestático que corresponde a cda uno.
Jorge Wagensberg ha publicado hace poco un libro con un montón de ejemplos del goce intelectual, con el objetivo de demostrar desde la práctica su superioridad respecto al sexual. Resulta interesante su proceder erudito (y divertido), aunque creemos que el grado mayor de placer imaginable consistiría en compaginarlos.
No consistiría el asunto en leer un libro sobre la insoportable levedad del ser mientras retozamos en la cama, sino en vivir con la curiosidad intelectual para tratar de entender mejor lo que nos rodea o, por lo menos, buscar la armonía con el entorno y, cuando apetezca escaparse del raciocinio, entrar por la deliciosa puerta de los placeres de la carne en otra dimensión, por un ratito.
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