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Al Socaire de El blog de Angel Arias

Sobre lo que piensan los no economistas sobre el mercado

Este comentario va dirigido hacia los economistas y, más concretamente, hacia los que se ocupan de la macroeconomía, que, como se sabe, es el mundo donde hay decenas de señores que creen estar tomando decisiones para influir sobre ella.

Aunque existen libros muy voluminosos -y que resultan, por tanto, de lectura tan obligada como imposible- sobre el particular, la verdad es que se sabe muy poco sobre la posibilidad de predecir y, ya no digamos, resolver, una crisis económica. En lo único que están de acuerdo todos los "analistas" (eufemismo con el que algunos humanos abrigan a la  incertidumbre cuando la sacan a pasear por entre las zancadillas de la realidad) es que la crisis es una consecuencia indeseable de la forma que tenemos de crecer, esto es, de la persistencia en huir hacia delante con mayor velocidad de la que podemos correr sin caernos.

Es por eso que los no economistas intuyen que las crisis económicas no se presentan cíclicamente, sino de forma segura, cuando se alcanza un cierto umbral de falta de asimilación del tinglado que se fue gestando. Algo así como la vomitona después de un empacho.

La crisis sería el resultado perfecto -pero no por ello menos catastrófico- de la perversa forma de actuar de los llamados agentes económicos. Agentes, en realidad, más o menos, somos todos, aunque, por supuesto, hay una decena de superagentes que acumulan mucha más capacidad de acción, y por tanto, responsabilidades, que todos los demás juntos.

Lo más curioso es que el efecto de la crisis no se mide porque deje sin empleo a millones de personas, o porque otros tantos tengan menos que llevarse al bolsillo en un abrir y cerrar de ojos, sino porque cuando algunos señores, a los que por eso se les llama capitalistas, entran en pánico, deciden, de pronto, que el dinero que tienen no vale ya tanto como pensaban, y entienden que ha llegado la hora de volver a barajar las cartas, cambiando algunas reglas para que nadie, salvo ellos, entiendan de qué va el juego.

En realidad, para no economistas, esa es la madre del cordero, como suele decirse: el valor que se da al dinero, y que no lo determina ni el que tiene que trabajar para ganarlo ni los que llevan sus productos al mercado.

No, qué va. El dinero es un artilugio, un invento, por el que, en un momento de la historia de la Humanidad, unas gentes, que no hay razón para suponer que no fueran bien intencionadas, decidieron que ya estaba bien de practicar el trueque y que sería posible manejar piezas de metal, o piedras, o papeles, o sal, o aceite -por decir lo primero que se les pasó por la cabeza- que tuvieran un valor simbólico que todos admitieran.

Así, en lugar cambiar cosas de presente, se podrían intercambiar productos de futuro. Además, ya no haría falta retener en la memoria que si me debes tantas ovejas o en el otoño me entregarás las calabazas y el camello que me prometiste a cambio de poder acostarte con mi hija. Bastaría pasar de mano en mano unos sacos de sal, o unas piezas metálicas.

El invento prosperó tanto que ya nadie se preocupaba de dar a esos símbolos un valor real: diez tururarios podían ser equivalentes a un muslamen de ternera o iguales a cuatro días sayando patatas en mi era, según que hubiera más muslámenes o más patatas, y la gente empezó a aclararse cada vez menos; un día, dos tururarios valían tanto como diez huevos de gallina y, al cabo de tres lunas, no servían ni para que te dieran un saquito de alpiste para el canario.

Porque, ¿quién regulaba las equivalencias? El mercado. Ese dios de la tribu, al que algunos expertos decían haber visto (hacía mucho tiempo), pasó a ser venerado como el verdadero motor de la colectividad. Si bajaba la leche, era por el mercado. Si no había trabajo, la culpa la tenía el mercado.

Pasaron los siglos, y como ya nadie se acordaba de para qué diablos servían ni el dinero ni el mercado, se acudió a crear una clase especial de intelectuales-sacerdotes, los macroeconomistas, para que explicaran qué había que hacer para controlar a ese dragón que se comía por la noche lo que se producía durante el día. 

Naturalmente, los intelectuales-sacerdotes, tenían muchas ideas sobre cómo explicar lo que pasaba y, aplicados, se dedicaron a inventarse justificaciones de todo tipo. Unos, afirmaban que había que ir por aquí y otros, por allá, que es como decir, en sentido contrario. Se hicieron, por ello, escuelas de devotos, como siempre que hay una divinidad por medio. Todos pretenden haber tenido alguna revelación.

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