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Al Socaire de El blog de Angel Arias

Sobre el testamento digital

Si llevamos una vida digital -en la que hasta podemos intercambiarnos presentes virtuales, comprar terrenos y erigir edificios con monedas que no tienen valor fuera de las fronteras de lo telemático (pero que debemos comprar, ay, como en todo Casino, en la caja, con dinero sonante)-, y le damos valor a lo que tenemos puesto en ella, puede parecernos pertinente hacer un testamento ad hoc.

Por supuesto, la mayor parte de lo que circula en la red no tiene precio, pero es el reflejo de lo que apreciamos: la amistad, el placer de comunicar y compartir, lo que nos gusta o disgusta, lo que preferimos hacer y, también, lo que hemos hecho y nos produjo satisfacción o disgusto. Es un elemento sustancial de nuestro currículum. Explica mucho de nosotros; puede que incluso más que lo que hemos hecho, que lo que algunos creen conocer de nuestro yo.

Esta idea tan simple fue lo que permitió a unos emprendedores de esos que encuentran oportunidades donde los demás solo vemos un papel en blanco,  constituir en California, que es el lugar del mundo donde hasta el más tonto hace relojes (obviamente, virtuales), una empresa que ofrece el servicio de recoger los bienes de un fallecido en la red y ofrecérselo a quienes haya dispuesto como sus herederos y legatarios.

El nombre de la empresa ha alcanzado ya inmensa publicidad y no vamos a repetirlo aquí. Se ha justificado su objeto social indicando que, en efecto, en el mundo virtual hemos ido depositando mensajes, fotos, escritos, datos, que tienen para nosotros un valor indudable y que nos interesaría -en general- que alguien recogiera, con debido respeto, reconociendo, sino su valor real, el valor sentimental, es decir, metafísico.

La fórmula del testamento digital es simple. No hace falta cumplir muchos requisitos, porque los normadores oficiales apenas si han asomado sus narices por el mundo que ya intuyó Platón, al que no podemos suponer ninguna idea acerca de lo que podrían hacer ni ordenadores ni telecomunicaciones. Basta indicar a quién/o quiénes dejamos cada uno de los elementos de nuestro espacio telemático, y la empresa se pondrá en contacto con ellos para que lo recojan con el debido respeto e, incluso, lo sitúen -si así lo admite el producto y hay dinero para ello- en el mundo real.

No sabemos quién avisará de la defunción del causante -¿bastará comprobar la inactividad de sus blogs, entradas en las redes sociales y correos durante un período, digamos, de uno o dos años? ¿deberá conectarse el registro civil con el registro de los servidores virtuales?-.

Es posible que haya que hacer la advertencia legal, ante cualquier fallecimiento, de que se investigue si el finado ha dejado algún tipo de herencia virtual, para evitar posteriores reclamaciones. No es tema baladí la cuestión de los derechos de autor de las producciones dejadas en la red, como copyleft, o como copyright con muy exóticas limitaciones o licencias.

Nosotros hemos ya hecho algo para facilitar el trago -¿amargo?- que supondría para nuestros seres más queridos recoger los trajes, tijeretazos, retales y recortes que hemos venido confeccionando, usando y destrozando en el mundo virtual. Hemos publicado nuestros Ensobrados en papel real. Cierto que no todos. Solo los de 2009.

Como venimos dándole caña a la escritura virtual desde 2006, habrá más de 1.000 Comentarios dando vueltas en busca de un momento de gloria: casi una Enciclopedia. En esos años hemos podido apreciar, no ya el valor de lo que nosotros hemos aportado (sería una petulancia estúpida), sino el inmenso valor de las creaciones virtuales de amigos e ilustrados desconocidos, descubrimiento que seguimos haciendo cada día. La red encierra un tesoro intelectual inmenso, creciente. Incalculable.

Habrá quien piense que, tirando de la misma línea, pueden imaginarse otros negocios -otros valores-, además del de recopilar testamentos para repartir direcciones de email, contactos de twitter, fotos digitales y conexiones a páginas web: por ejemplo, ofrecer una incineradora virtual, para borrar el rastro de nuestros escarceos por la red, eliminando hasta el menor vestigio -si posible fuera- de nuestro paso entre megas y kilobites.

Seguro que hay tipos listísimos que están haciendo la relación de posibles oportunidades en la red, poniendo precio al valor de nuestras ilusiones de comunicar, de comunicarnos.

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