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Al Socaire de El blog de Angel Arias

Sobre emigrados, residentes y memorias

A veces se oye decir que los que se van de un sitio suelen ser los mejores. Desde luego, no se les reconoce esa cualidad, al menos, no de inmediato, por los que quedan.

Nadie se va del lugar de origen porque sí, sino porque el medio se le ha hecho inhóspito o insuficiente para desarrollar las aptitudes que uno se imagina tener.  Tampoco hay que pensar solo en realizaciones personales: para muchos, las cosas vienen mucho más difíciles.Ahora se van muchos de sus poblados, en estampida, porque las chozas no dan ningún cobijo, la hambruna azota año tras año, la televisión y el tamtam presentan tierras bendecidas, cuando no se añade que el de la tribu de al lado puede cortarte la cabeza si se levanta de mal fario.

No va este comentario para glosar a los que huyen en cayucos de la miseria absoluta, sino de los que cambian de lugar porque no tuvieron aguante para soportar lo mismo que los que se quedaron, teniendo, en principio, suficiente.

Por esos aventureros de corbata, los que siguieron residiendo en el lugar de partida, pocas veces se esforzaron ni un ápice por comprender las razones. Cuando no se les tendió un puente plata, se les criticó por haberse ido (siempre a su riesgo y ventura) y puede que hasta se les deseara un descalabro, perfecta situación que justificaría los motivos que había para quedarse.

Bienventurados los que reciben a los que emigran, en especial a los que desembarcan agotados, se implantan bajo los puentes con sus mugres, los que reconocen que los títulos que consiguieron en Universidades de nombres exóticos, no les cualificaron para limpiar mejor el culo a nuestros ancianos ni nos autorizan a tratarlos como iletrados sirvientes, sino que merecen respeto por lo que tuvieron que dejar.

En algunas tierras de España existe tradición de emigrantes. Viven aún algunos hijos y se encuentran los nietos y biznietos de quienes un día decidieron marcharse con una mano delante y otra atrás, a hacer las Américas.

Algunos, sí que las hicieron, y, si se decidieron a volver, puede verse el resultado de sus días y noches de trabajo, convertido en casas de indianos que, vendidas por sus sucesores al acervo público, fueron convertidas en centros culturales con fachadas de colorines, donde los ancianos del lugar leen periódicos atrasados y juegan al cinquillo.

La emoción que sintieron aquellos "americanos", habría de ser similar a la de los que vuelven hoy al sitio en que nacieron y donde criaron sus primeros dientes. Tendrán, para empezar, las referencias visuales, -muchas-, ya perdidas para siempre. Nuevas casas, árboles crecidos, otros aires al pueblo, otros caciques. De los contemporáneos, ellos, bastante más viejos; ellas, tal vez algo más feas, casadas con los otros.

Es posible que, en esos encuentros, si no hay guía y, sobre todo, si se producen en las ciudades, muchos ni se reconozcan, o disimulen haberlo hecho. El peso de la edad y la falta de refresco a la memoria servirá de parapeto.

Cuando, por algún atisbo, o porque no haya razón para ocultarse, o porque revive de verdad un viejo afecto, se abrazan los que llevaban años sin saber del otro, por debajo de las arrugas y el cansancio que da el vivir, el único riesgo grave es sentir que hemos echado la niñez al cubo de la basura.

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