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Al Socaire de El blog de Angel Arias

En la hora de la revisión de los postulados

No resulta fácil encomendarse al análisis de la situación socioeconómica por la que atraviesa España sin arriesgarse a caer en el pesimismo.

Por eso, para ahuyentar desde el principio los fantasmas derivados del maleficio hipotético que alguien con poderes especiales hubiera podido lanzar sobre nosotros, indicamos que sabemos quienes son los culpables de lo que nos pasa.

Las razones fundamentales residen, según nuestra respetuosa opinión, en la nefasta interpretación que la sociedad española ha estado realizando de los principios básicos de la democracia representativa y del Estado social y de derecho, que han sido adulterados, ignorados o tergiversados por todos los agentes sociales, sin distinción.

El culpable, pues, de la decadencia económica, del desánimo intelectual, del libertinaje sociológico en los que hemos caído no solo no es único, sino que es marcadamente plural y extenso: somos todos. Todos hemos estado contribuyendo, con variados grados de responsabilidad y, por supuesto, con diferente intensidad, al desequilibrio del sistema, que será urgente enderezar con un ejercicio de autocrítica general, expiatorio, purificador, constructivo.

Debido al exceso de protagonismo que se viene atribuyendo a la política sobre la ordenación de la vida comunitaria -sin duda, por otros intereses-, los argumentos más utilizados implican a los partidos mayoritarios. Esta polarización es estéril, inadecuada e injusta.

No merece la pena entrar en los detalles de esa discusión, pues nos llevarían a obsesionarnos con matices sin consecuencias prácticas. Porque si el Gobierno -para algunos- ha sido torpe, escaso de recursos imaginativos, concentrado en sacar adelante cuestiones marginales e incapaz de conseguir animar a la colaboración colectiva, para otros, la oposición ha estado destructiva, falta de propuestas, inconsciente de que sus críticas frontales al Ejecutivo deterioraban la imagen exterior del país.

El cambio de partido en el Gobierno debería, si estos juicios fueran correctos, modificar felizmente la situación, solucionando los problemas presentes, y bastaría, por tanto, esperar a que tomaran posesión los nuevos ministros y responsables del Ejecutivo, que actuarían de dinamizadores globales de la economía, de la sociedad y de las ilusiones individuales. Esta consecuencia genial pero estrambótica, carece de toda verosimilitud, pues los males a combatir están profundamente arraigados.

Otros agentes sociales no han de salir mejor parados. Los sindicatos han actuado obsesionados con el mantenimiento del empleo, sí, pero de sus afiliados, que son,, en la inmensa mayoría -siendo, además, pocos en número real- , trabajadores de grandes empresas, despreciando las necesidades del contingente de parados, de los jóvenes, de las mujeres y, no en último lugar, de quienes actúan como autónomos o están empleados en las pymes. A su polarización indecente, a la escasa credibilidad colectiva de sus dirigentes y la mínima fuerza de sus genéricas reivindicaciones, se une el que sus portavoces, reiterativos y abrridos en la exposición de sus postulados, están muy escasos de visión -lo que es, seguramente, por defecto de conocimientos e interés- respecto al engarce entre el sistema educativo, el empleo y las bases del desarrollo económico en este momento actual y no en el que podía ser válido hace décadas.

Qué decir del otro gran eslabón de la actividad productiva, allí donde debieran residir las iniciativas, las ideas y, sobre todo, dinamizarse el dinero que busca la rentabilidad en el riesgo y la innovación. Los empresarios -nos referimos, muy especialmente, a los propietarios de las grandes empresas y a sus ejecutivos- han estado, conscientemente, al margen de las necesidades sociales, desvinculados de la obligación ética de generar oportunidades en torno a sus negocios, obsesionados con la deslocalización, con la rentabilidad a corto plazo y con la reducción de sus obligaciones fiscales, cuando no con la evasión de beneficios e impuestos.

Se podría, con igual intensidad, hacer el repaso de la dejación de funciones a adulteración de las mismas que corresponden a los más diversos estamentos, faltos -en no pocos casos, esto es, más que suficientes- de la ilusión, la disciplina, el pundonor, y hasta el conocimiento que correspondería al correcto ejercicio de sus labores. Se ha dado una grave situación de contagio entre vasos comunicantes, por el que muchos han dejado de hacer lo que deberían y las mismas instituciones y sus garantes han bajado la guarida respecto a sus obligaciones.

Esto sucede en la educación (mala, injusta, ineficaz, selección del profesorado y falta de control, o insuficiente, acerca de su funcionamiento), en la justicia (se ha escrito mil veces que una justicia lenta no es justicia, pero, además, cabría añadir la falta de preparación de muchos jueces, la excesiva ligitiosidad -de la que es, en no pocos casos, culpable el letrado asesor, preocupado por sus honorarios-, la complejidad, e innecesaria exuberancia normativas), en la sanidad (con descontrol de gasto público, permisiva, ineficaz con demasiada frecuencia, corporativista), en la investigación, en el desarrollo tecnológico, etc.

No en última instancia, el tremendo despilfarro de los conocimientos, y el coste que ello acarrea, debe ser referida también a las prejubilaciones y jubilaciones sin orden ni concierto, favoreciendo a unos en detrimento de otros y en perjuicio económico de todos, además de a una formación juvenil pésimamente enfocada, que anima a la titulitis sin sabiduría, y a un erróneo enfoque respecto a la incorporación de la mujer al mundo del trabajo, que ha beneficiado a las grandes empresas, perjudicado a la familia, y disminuído los ingresos salariales por hora efectiva para la mayoría de las parejas.

El ciudadano individual, sea cual sea su posición -como cliente, como usuario, como sujeto impositivo, como receptor o prestatario de funciones y servicios- también debiera analizar, y corregir, la dejación que haya podido realizar de sus cometidos como persona comprometida con la sociedad.

Que la Familia Real -aunque se nos intente ahora convencer de que Ignacio Urdangarín, previsible inculpado en cuestión de semanas por un grave delito de malversación no pertenece a ella- esté también involucrada en ese tremendo deterioro, no puede tranquilizar a nadie. Hay que corregir la situación, de inmediato, con un mea culpa colectivo, y con soluciones ordenadas, alentadas, dirigidas por los mejores de cada uno de los estamentos, y contrastadas con el criterio de los más sagaces de los demás. Aunque caigan torres.

 

 

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