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Al Socaire de El blog de Angel Arias

Sobre el Ejército como garante del estado de alarma

Militarizar un sector de la población civil, trasladando al Código y a la jurisdicción militares la tipificación y sanción de sus conductas, declarar el estado de alarma en todo un país implicando la intervención de efectivos de los Ejércitos para controlar una situación para el que éstos carecen de la necesaria capacitación técnica y, en fin, distribuir mandos militares para vigilar a unos profesionales en sus lugares de trabajo, eran actuaciones insólitas hasta diciembre de 2010 en la democracia española.

Merecen, pues, un análisis.

Debemos preguntarnos, en esencia, cuál sería la forma adecuada de gestionar la crisis provocada por la actitud de unos profesionales que al haber abandonado colectivamente la prestación de un servicio esencial, sin aviso previo y sin haber pactado servicios mínimos, están causando un daño irreparable y creciente a todo un país, provocando reacciones de repulsa que amenazan destruir gravemente el orden público.

El momento que estamos imaginando -desgraciadamente acaecido en Espala el 3 de diciembre de 2010- afecta globalmente a la imagen y economía del país y perjudica muy gravemente a ciertos particulares y sectores empresariales, incluso privándoles de derechos constitucionaes (p.ej. a la libre circulación,  a la prohibición de actuaciones confiscatorias arbitrarias)  convirtiendo en rehenes de la huelga salvaje a un colectivo de la población, siendo la afección creciente a cada momento que se deje transcurrir.

No discutiremos que, con las posibilidades de actuación de que disponía el Gobierno español ante la actitud de los controladores aéreos el día citado, y ante la urgencia de atajar el caos que se había formado ya, no había más remedio que acudir a una Ley preconstitucional (1960) y decretar el estado de alarma.

Sin embargo, pensando en la conveniencia de actuación para similares casos que puedan suceder en el futuro, resulta necesario revisar el procedimiento por el que, sin necesidad de militalizar ni llamar a los Ejércitos, se pueda controlar una situación de crisis y obligar, utilizando medidas legales normales, a un colectivo disidente a que deponga de inmediato su actitud y realice las funciones que venía desempeñando, y que habían sido calificadas previamente de servicios de primera necesidad para la sociedad.

Nos parece que no ha sido la amenaza de perder sus puestos de trabajo, ni siquiera el riesgo de ser juzgados con arreglo a un Código que extrema sus sanciones para los incumplidores, lo que ha movido a los rebeldes a incorporarse al trabajo.

Ha sido, seguramente, la adopción de una medida inesperada, -un disparo al aire del Gobierno-, lo que ha cambiado completamente la dirección de la carrera en la que, como sucede en toda estampida, nadie dentro de la manada tenía el control.

No negamos que, mientras galopaban hacia la nada, algunos controladores hayan reflexionado individualmente sobre lo desproporcionado, atrabiliario y dañino para todos (para ellos también) de su acto infantil de fuerza. Pero como a la hora de juzgar la actuación temperamental de un colectivo, lo que cuentan son las medidas que pueden adoptarse desde la perspectiva de sicología de masas, no del individuo.

Y a la masa en estampida, como conocemos de las películas de vaqueros, no la detendrá en su carrera más que la llegada al precipicio, donde se despeñarán las primeras filas del grupo. Sin embargo, se puede reconducir, cambiándole la dirección, con unos cuantos disparos al aire, y dejar que canse sus fuerzas en la amplia explanada.

En fin, nuestra propuesta se concentra en la opción de que quienes desempeñen servicios esenciales se rijan por un Código especial, mientras se encuentren en el ejercicio de esa función. Deberán estar sujetos a normas de disciplina, metodologías de acción y control propios de lo que se entendía por Ejército, en aquellas épocas en las que en nuestras latitudes los países se enzarzaban en guerras convencionales. 

Hoy, al menos los Ejércitos de la Unión Europea, realizan funciones humanitarias, rescatan a los afectados por los terremotos y catástrofes naturales, enseñan a los civiles a hacer casas y puentes, repelen ataques de insurgentes procurando no causar muchas muertes y, en los llamados estados de alarma -calificados así según variados criterios-, a veces controlan los tráficos de animales afectados por la peste aviar (USA) y otras vigilan, sin armas, que unos señores con salarios de privilegio no se confundan al dirigir un tráfico complicado de aeronaves que van y vienen.

Mientras contemplamos con interés la evolución de los cometidos de los Ejércitos, creemos que hay momentos en los que no deben intervenir. Son aquellos casos en los que un colectivo profesional ha perdido la calma y éste ha decidido afectar el orden establecido, abandonando el ejercicio de sus funciones, esenciales para la sociedad.  

La solución ha de estar en una Ley de Servicios esenciales y, como un elemento de ella, en el establecimiento de una estrategia de personal redundante para cubrir cualquier eventualidad. Precisamente por ser esenciales los servicios, la sociedad ha de estar preparada para cubrirlos en todo caso.

Tal vez no podrá evitarse que algún día -al darse imprevisibles conjunciones galácticas- se les crucen los cables a todo un colectivo, y, llegado ese momento, la sociedad tiene que haber preparado, listo para actuar, un contingente de profesionales que sepan hacer bien lo mismo que los disidentes. Puede que, incluso, estén encantados de suplirles, por conseguir acceder a un puesto de trabajo atractivo, como preocupados deberían estar quienes se expusieran a la amenaza real del frío de la calle del desempleo.

 

 

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