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Al Socaire de El blog de Angel Arias

Sobre el día del Teatro y los teatros de cada día

¿Quién es más importante en una obra de teatro, el actor o el autor? ¿Puede una obra mediocre ser llevada a las alturas por una interpretación memorable? ¿Y a la inversa?. Parecen cuestiones de respuesta evidente, como lo es que el teatro, la representación teatral convencional, con su guión trabajado, y un elenco de actores jugándose la piel en directo por el aprecio del público, languidece, se muere. Está, incluso, ya muerto, al decir de muchos.

No nos engañemos, pretendiendo que los brillantes soliloquios de algunos superdotados de la escena o las composiciones de coros y danzas con las que, a veces, se consigue captar la atención del respetable, son genuino teatro. Se presentan, sí, en los viejos locales que aún llevan el nombre de la gloria de antaño, pero son otra cosa. Son muestras de la capacidad personal para atraer, confesiones imaginarias con retazos de la vida real, superpuestos ante los focos para lucimiento de un artista, en el caso de esos monólogos que a veces llenan un teatrillo.

Desde luego, en España tenemos algunos monstruos de esa capacidad de representación: José Luis Gómez y Rafael Alvarez (El Brujo) o Lola Herrera son ejemplos sonoros.

Otra de las acepciones actuales del teatro de antaño son ahora las comedietas para jubilados sin gran formación cultural, remedos a medio camino entre el cabaret y la zarzuela, representados por actores aquejados de histrionismo que repiten un guión de viejos chistes verdes que ahora harían enrojecer o empalidecer de vergüenza, por triviales.

En fin, no tenemos autores o los que hay, no enganchan a un empresario teatral para que lance su obra. Las series televisivas se lo han comido casi todo, porque lo que prefiere el personal es que le metan el cuento en casa, en donde puede imaginar que lo que está viendo le pasa a la vecina de al lado, o que ese personaje de la vida real que representa el papel inventado que sus ganas de enriquecerse le está dictando, es un amigo de toda la vida.

Nos queda el consuelo de asistir a alguna adaptación de obras de los viejos autores del teatro de corrala,  o pildoras digestivas de ese infumable perdurable que es Uilian Shéspir.

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