Sobre el lugar de la vejez, la enfermedad y la muerte
En nuestra sociedad hedonista, los sanos y jóvenes tienen miedo a la enfermedad y la muerte. El ser humano moderno ha desarrollado una capacidad especial, convirtiéndola en moneda de uso corriente en nuestra sociedad occidental, y que se traduce por ignorar lo que no nos gusta. Así podemos concentrarnos en el placer, disfrutar del momento.
La realidad, sin embargo, es obstinada. La verdad de Perogrullo dice que llevamos en cada uno de nosotros el germen de la enfermedad, el carisma de nuestra muerte. Chamanes, videntes, brujos, sacerdotes, iluminados de todo tipo, con la fe o sin ella, han aprovechado esta incontrovertible tautología: los seres vivos, mueren.
Las consecuencias malignas del aprecio exclusivo de la juventud, la salud y la belleza, ha conducido al núcleo duro de nuestra sociedad a marginar todo lo demás. Con efectos nocivos para todos. Ante todo, porque cuesta mucho dinero mantener las apariencias: pócimas, afeites, operaciones quirúrgicas en pos de la llamada estética; costosas prolongaciones de la agonía; fantasías para recuperar lo irrecuperable; calidades de primera para enterrar a los deudos, con faustos bien visibles, antes de olvidarlos para siempre; después, si llegan a viejos, de haberlos abandonado en residencias con todo lujo de desdenes, para que empiecen a pudrirse en su salsa de ancianidad.
Habría que recuperar a los mayores, contar con ellos, gozar de su compañía y de sus consejos, cuando pueden cabalmente darlos, ya que las historias se repiten. Habrá que entender a los enfermos, porque todos lo hemos sido o seremos, y tratarlos a todos igual, sin distingos de autoridad o de raza. Habrá, en fin, que admitir que la juventud dura muy poco, y que no es la parte más importante de nuestra vida. El ser humano es algo entero, no trozos de una película.
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