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Al Socaire de El blog de Angel Arias

Ante la percepción de la muerte

Si el lector es hipocondríaco, mejor no lea nuestro Comentario de hoy. Se lo dedicamos a personas serenas, maduras, conscientes de que, si hay una verdad que está con nosotros, incuestionable, es la de que, por el hecho de haber nacido, es decir, de vivir, moriremos.

Sería también trivial -pero no está de más ponerlo de manifiesto de vez en cuando- afirmar que la preocupación acerca de lo que puede suceder con esta magnífica sensación bipolar de poder y fragilidad que produce la consciencia de la existencia ha dado nacimiento a multitud de hipótesis que tratan de salvar la incógnita de lo que "nos" sucede una vez que morimos.

Nos resistimos, desde luego, "de forma natural" (está implícito, nos parece, en ese "orgullo de vivir una existencia especial", diferente a los demás animales y seres perecederos) a admitir que después de nuestra muerte desaparecerá definitivamente nuestra particular esencia.

Las elucubraciones en torno a la posible superación de ese problema estructural, que está directamente vinculado a nuestra capacidad de pensar, de razonar, también se han ido consolidando en unas cuantas ofertas que muchos encuentran aceptables y otros se han especializado en utilizarlas en su propio beneficio.

Tampoco descubriremos aquí nada nuevo: van desde aceptar la posibilidad de que pasemos a formar parte de un espíritu superior -más poderoso o, simplemente, más amplio- hasta incorporar a ese corpus voluntarista, diversas opciones de ser recompensados o castigados -existiendo también unas cuantas opiniones acerca de por quién y de qué manera-, de acuerdo con las acciones realizadas mientras nuestra naturaleza de ser vivos nos concedió  capacidad de actuación.

Incluso no faltan teorías que pretenden imponer que existen posibilidades de corregir, en otras vidas posteriores, el currículum de la existencia de la que ahora somos conscientes. Por supuesto, el subordinar nuestra capacidad a uno o varios seres superiores, forma parte del juego de hipótesis salvíficas del problema, como también lo es -y estamos convencidos que, por lo menos, tiene el mismo nivel de versosimilitud- aceptar que somos una anomalía de la evolución de la materia, sin más efectos secundarios que nuestra capacidad de poder llegar a entenderla parcialmente.

No hay que asustarse, creemos, en defender con la cabeza muy alta, desde el escepticismo razonado, que todas esas opciones no dejan de ser elucubraciones sin ningún valor plenamente probado y, por lo tanto, exentas del suficiente rigor científico.

En el caso de los sentimientos religiosos, particularmente si suponen la veneración de espíritus superiores, pueden servir para tranquilizar a quien desee acogerse a una de ellas, incluso parecerían necesarias como fórmula para contener, al menos parcialmente, en muchos individuos, los impulsos egoístas que forman también parte de la naturaleza.

La amenaza de un castigo cuyo padecimiento iría más allá de la existencia que nos conocemos, o, en su caso, la perspectiva de un premio representado en un disfrute eterno, parece haber servido, a lo largo de la Historia, -y lo sigue siendo- como elemento de contención o de estímulo a las masas violentas.

Pero lo contrario también es, desgraciadamente, cierto. Porque, asímismo cabe imputársele a esos credos una buena parte -sino todo el conjunto- de las aberraciones, vejaciones, guerras, asesinatos y mortandades que han jalonado el camino del llamado progreso de la Humanidad. Un itinerario que es, para quienes pretendemos que bastaría echar mano de principios de ética universal, simplemente el rescate de esa norma natural que no debiera ser cuestionada por ningún ser humano y por ninguna circunstancia, y que plasmaron casi todos los filósofos que pudieron analizar la cuestión sin mordazas: Neminem laedere, no hagas daño a otros (1).

¿Qué nos queda, pues, a los creyentes de residuo desde la paradójica verdad del ser humano? ¿Qué podemos admitir como válido quienes no tenemos más fórmula de agarre a la naturaleza que el hecho de coexistir junto a otros, de ser coetáneos, y de ser, como los demás humanos (y seguramente, solo como ellos) conscientes de que moriremos?.

Para nosotros, la única respuesta satisfactoria a esa verdad de la propia muerte es la de mantenerse en el empeño de acometer la circunstancia de vivir de la mejor manera posible: no para procurarse la máxima satisfacción utilizando como instrumento a los demás, sino aceptando convertirse en instrumento para ayudar a mejorar lo que nos rodea, ayudando a que, especialmente, quienes están más próximos, sean más felices.

Esa es nuestra propuesta, no para vencer a la muerte, sino para disfrutar de haber dado sentido a nuestra existencia. Lo que venga después, ya no dependerá de nosotros, pero habremos contribuído a que sea algo mejor. Cuando nuestra muerte llegue, ese sentimiento nos producirá, seguro, una calma reconfortante.

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(1) Este principio, a pesar de su parecido formal, no debe confundirse con los principios del Derecho, que Ulpiano recogió el primero en sus Institutiones y que Raimundo de Peñafort incorporó a sus Summa Iuris, y que tienen esta redacción: "Iuris praecepta sunt haec: honeste vivere, alterum non laedere, suum cuique tribuere".

 

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