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Al Socaire de El blog de Angel Arias

Sobre el suicidio asistido y el Código Penal

El ministro de Sanidad español, Bernat Soria, en una entrevista publicada por el diario El Pais el 7 de septiembre de 2008, expresa que "la sociedad está madura para abrir el debate sobre el suicidio asistido". Es decir, sobre la posible despenalización de esta actuación, hoy día sancionada en prácticamente todos los Códigos penales occidentales.

El suicidio asistido es una expresión por la que se recoge de forma genérica la colaboración para que un tercero cumpla su voluntad de suicidarse.

Puede ser necesaria y suficiente, es decir, imprescindible para que el decidido a suicidarse consume su acto. Es es el caso del impedido físico, básicamente por tetraplejía, que no podría realizarlo por sí mismo. En su fórmulación más probable, consistiría en proporcionar al resuelto a morir, directamente, los fármacos que le causarían la muerte. Habrá que suponer que ese cóctel mortal haya sido preparado por alguien con conocimientos precisos respecto a sus efectos, para no provocar una muerte con intensos dolores o una larga agonía.

Pero la asistencia al suicidio puede revestir otras formas de ejecución de la acción que no necesariamente se restringen, por supuesto, al envenenamiento, y admiten muy diversos grados de colaboración, desde la aplicación directa de la acción o la preparación para la misma que haga su consumación inevitable o reduciendo la intervención del suicida a aquellos actos que pueda realizar por sí mismo (caso, por ejemplo, de los que ayudaron a morir a Sampedro, y tan bien glosado por Amenábar en Mar adentro).

No habría que considerar como imprescindible el suministrar al proto-suicida el combinado farmacológico que le conducirá a la muerte, en caso de personas que tengan movilidad suficiente para procurarse otros medios de poner fin a sus vidas. Huelgan los ejemplos de posibles´maneras de acabar con la existencia que no consistan en ingerir pastillas o preparados químicos.

La cuestión de la lucidez del que quiere suicidarse es un elemento clave del debate. Esa manifestación ha de ser hecha en período de completa lucidez, o sería muy difícil probar que el que facilitó la muerte al impedido de proporcionársela a sí mismo no ha cometido un asesinato.

Los casos que han alcanzado mayor repercusión pública son los de algunas personas que, con total lucidez, pero impedidos por tetraplejía, han deseado -y, en contadas ocasiones, conseguido- que se les quite la vida. No soportan la situación de plena inmobilidad, con las dependencias que arrastra de terceros. Otros casos que han conmovido la sensibilidad general son los de quienes se encuentran en un proceso patológico irreversible y, aunque no han llegado a la fase terminal, reclaman la muerte, porque no quieren seguir sufriendo o haciendo sufrir a los que les quieren.

Nos parece que la delimitación de los diferentes casos en los que un sujeto reclama la ayuda para morir, es imprescindible. Si el que la pide tiene lucidez y movilidad, y no se encuentra en proceso patológico irreversible, creemos que el debate no procede, porque nos llevaría a analizar la posibilidad de autorizar el asesinato de un tercero.

Si el paciente carece de lucidez, se encuentra en proceso patológico irreversible, haya expresado o no mediante un testamento vital lo que debe hacerse, nos parece que debe evitarse prolongar artificialmente su vida, porque le llevaría a tener que soportar sufrimientos -a él y a su familia- sin otro objetivo que la hipotética mejora de la ciencia médica. Es decir, y sensu contrario, solo en los casos en los que el paciente haya expresado su voluntad de que, para mejorar el estado de la ciencia, trate de prolongarse la situación irreversible utilizando fármacos, se debería proceder a esta actuación clínica.

Los demás casos, admiten debate, claro. Pero creemos imposible llegar al consenso. Los elementos religiosos de aproximación al tema son condicionantes de la opinión de muchos, y, además, nos encontraríamos ante una situación en la que ni siquiera cabría apelar a una ética universal, ya que cada persona es diferente a la hora de concretar su actitud ante su propia muerte.

Tendríamos, por tanto, para despenalizar el suicidio asistido que recurrir a una fórmula jurídica en la que la posición personal del suicida sería clave para juzgar la actitud del tercero o terceros que le proporcionaron la ayuda para morir. Un tipo penal o despenalización penal, por tanto, a la medida de cada uno, algo contrario a principios esenciales del reproche jurídico.

Mejor dejarlo como está, pues. Porque la fórmula del testamento vital sería suficiente para amparar los casos más dramáticos del sufrimiento innecesario ante la muerte. Y, en el caso de los que desean morir porque no soportan vivir en sus condiciones, no hace falta recordar que el suicidio no está castigado penalmente en nuestros Códigos.

Si alguien ha manifestado inequívocamente, en pleno uso de sus facutlades mentales, su intención de morir, dando fe pública de ello, y aparece muerto con inmediatez a esa confesión, investigar el proceso que le llevó a consumar su deseo no debería ocupar demasiado tiempo a los investigadores.

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