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Al Socaire de El blog de Angel Arias

Sobre el sentido de la vida (y 2)

(Este Comentario es continuación del anterior)

Encontrar un sentido a la existencia, que tranquilice la tensión que nos provoca la capacidad del ser humano para plantearse interrogantes a los que necesita ofrecer una respuesta que le resulte satisfactoria, es, en mi opinión, imprescindible.

Por supuesto, hay prioridades. Como he escrito otras veces, la cuestión fundamental para el ser humano surge del conocimiento de la certeza de la propia muerte, incluso aunque no tenga enfermedad ni daño alguno, y que estimo que es única de entre todos los seres vivios.

Llamamos espíritu o alma, en esencia, a la compleja situación que se genera en nuestra interioridad como consecuencia de esta percepción desagradable. Ya no nos (pre)ocupará solamente comer para subsistir o desear aparearnos, incluso obsesivamente, respondiendo a un impulso temporal que está imbricado en el sostenimiento de nuestra especie como la de cualquier otra, sino que el ser humano ha ido añadiendo otras preocupaciones, haciendo de ellas objeto de nuevas obsesiones.

Como ya lleva el ser humano muchos siglos de evolución, ha habido tiempo para mucho: desplazamientos, guerras, exterminios, invenciones tecnológicas, elucubraciones éticas y estéticas, incluso paseo por la Tierra de seres imaginados y paseo por la Luna de astronautas.

Inexplicablemente, cuanto más se conoce de la física del Universo, más materia oscura necesitamos. La división entre seres humanos -restringiéndome solo a valorar las capacidades intelectuales que se derivan de la curiosidad activa por conocer cuanto más, mejor- crece, manifiestamente, de forma quizá exponencial.

Cuanto mejor cree nuestra élite conocer la física de la naturaleza o dominar los conceptos de la ética universal, incluso exponiendo que existe una relación directa entre satisfacción global y la explotación ordenada de los recursos naturales, mayor se hace el desconcierto de quienes se encuentran en la masa de la población, faltos de información y, sobre todo, de representatividad.

No tengo propuestas generales para encontrar ese sentido a la vida. Estoy convencido, por supuesto, de que, para los seres humanos -a los que, obviamente, limito estas reflexiones- ha variado a lo largo de ese millón de años desde que parece haberse detectado un primer vestigio de la anomalía que nos ha conducido a separarnos algo de la materia irracional, introduciendo nuestras percepciones en el terreno de lo metafísico.

Más aún, cuanto más contemplo lo que nos rodea, más me persuado de que no todos los seres humanos, hoy mismo, somos idénticos en el uso de ese potencial y en la adopción de una postura coherente, no ya con las percepciones generales o con las posiblemente más sagaces de entre ellas.

Pero sí entiendo que nadie debería descartarse a sí mismo, conscientemente, de actuar en un terreno apasionante: el que nos conecta, como individuos diferenciados, desde nuestro yo con la sociedad humana de la que somos coetáneos. Y ese enlace, que cada uno debe resolver, implicaría no renunciar, mientras vivamos, a ser activos, en lo que podamos, para mejorar lo que nos rodea, utilizando la única herramienta cuyo control está en nosotros: saber ser y ayudar a los demás a saber ser.

Ese es el sentido de la vida que me gustaría compartir.

 

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