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Al Socaire de El blog de Angel Arias

Sobre el valor económico del español

"El valor económico del español" es el título del último cuaderno de una colección de, hasta el momento, diez monografías, con las aportaciones de un selecto equipo de investigadores al mejor conocimiento de lo que implica poner en el zoco mundial el letrero de "Se habla español".

La colección está financiada por la Fundación Telefónica y co-dirigida por José Luis García Delgado, José Antonio Alonso y Juan Carlos Jiménez; los tres, profesores de Economía Aplicada (y catedráticos de esa disciplina, los dos primeros).

El libro (Edit. Ariel, 211 págs.) fue presentado el 13 de junio de 2012 en el salón de Actos de la Fundación Telefónica, en una ceremonia demasiado formal, en la que intervinieron Javier Nadal (que leyó el discurso preparado por César Alierta), Víctor García de la Concha, Emilio Lamo de Espinosa, Enrique Iglesias y el propio José Luis García Delgado. Además de regalarnos el libro, los organizadores obsequiaron a los asistentes con un tentempié en la que, como es habitual, los hambrientos hicieron alarde de su rapidez para engullir.

La tesis presentada en el trabajo, expuesta de manera sencilla (y algo reiterativa), llevaba a reconocer un valor económico nada desdeñable a la lengua española, basado en la fuerza de interrelaciones de los 450 millones seres que la poseen como lengua materna (a los que cabría añadir otros 50 millones que la han adquirido como segunda lengua). Este capital humano, encontraría su expresión contable en una serie de datos más o menos objetables, como atribuir una capacidad de compra de los hispanoparlantes del 9% del PIB mundial (a partir de los datos económicos de los países que tienen el español como lengua oficial). 

Una situación, en todo caso, que no es estable -como argumentan los autores- ya que se detectan tanto ventajas como amenazas para ese "club de hispanoparlantes", y que se exponen en el libro de forma didáctica, terminando con algunos consejos para mejorar el valor económico de la lengua que compartiríamos con Cervantes, Lope de Vega y Jose María de Pereda, entre otros.  

Las conclusiones del estudio son interesantes, y no pretendo hacer un análisis crítico de las mismas. La Fundación Telefónica no me paga por ello, y me parece estupendo que se venda ilusión y aprecio respecto a uno de nuestros vectores o "valores propios" irrenunciables. Ya que en las finanzas y en la tecnología no nos va muy bien, recurrir, dentro del frasco de las esencias culturales, al excipiente de expresión que nos permite decir lo que pensamos, queremos o despreciamos, de la manera más precisa que nos es posible, resulta loable, equitativo, justo y saludable.

Pero no estoy de acuerdo con alguna de las conclusiones de los autores, y no porque me apetezca disentir -muy al contrario- sino como consecuencia de mi propia experiencia personal, de profesional que ha residido en otros países y que ha tenido que utilizar, además del español, otras lenguas para hacerse entender y entender a otros.

No creo, por ejemplo, que el tener como lengua común el español sea siempre una ventaja cuando se negocia con países hispanoamericanos. A veces pienso que tiene que ver con el sentimiento de inferioridad que nos acogota a los latinos frente a los centroeuropeos y norteamericanos, y que debe hundir sus raíces en que nos vemos como perdedores en la Historia, pues hace un par de siglos que no hemos ganado una guerra completa, como no sea luchando contra nosotros mismos.

En el marco de los negocios, es imprescindible mantener un aura de misterio para tener pleno éxito, y he visto en más de una ocasión que franceses, alemanes, holandeses o norteamericanos, hablando un español más imperfecto e, incluso, defendiendo sus tesis en inglés, se han llevado el gato al agua de un contrato.

El estudio no analiza, además, los diferentes niveles de conocimiento y, por tanto, de uso del español. Los esfuerzos de los estudiosos y gentes de cultura para precisar los significados correctos de las palabras están ampliamente compensados por el desprecio a la corrección hablada y escrita que se advierte desde la calle, que va convirtiendo el español no en una lengua de precisión, lejos ya de aspirar a ser una lingua franca del campo de los negocios, sino en un vehículo aceptable para expresar, con cuatro pinceladas, lo sustancial de la cutrería y de los sentimientos humanos menos elaborados, más propio de lo que sería una lingua franca de andar por casa: guerrillero, quijote, revolución, golpista, bucanero, torero, corrida, cabrón, son algunas de las lindezas que hemos colocado, a base de repetición, en el vocabulario interlingüistico.

Termino con una observación: el valor real de una economía no depende del idioma que hablan; esto lo saben, sin duda, mejor que nadie, los autores. Los holandeses son, por ejemplo, muy conscientes, de que deben saber hablar bien inglés, alemán, español o chino si quieren proseguir potenciando su capacidad intermediaria en el mundo de los negocios. Lo sabían los fenicios y no lo ignoran (al contrario) los alemanes o los suecos, cuya lengua propia les sirve como protección para entrar en el club de selectos, pero no les impide defenderse en inglés; por cierto, una medida de inteligencia colectiva que han asimilado solo parcialmente los catalanes y que se han saltado a la torera los defensores de la implantación obligatoria del euskera, confundiendo valor y precio.

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